Pero puede ser mentira

María Ignacia Alcalá



I
Yo no sabía que él era él, yo pensaba que era pobre.

Estaba saliendo de una tienda de discos, creo que era lunes. Se acercó y me dijo: pareces un ornitorrinco. Preparé la cara (para advertirle) y la cartera (para darle), pero él no se asustó. Como un ornitorrinco. Tienes tres animales encima, dijo, y me señaló el pecho. Luego bajó la mirada hasta mis pies. Camisa de leopardo y sandalias de cebra: en qué estaba pensando. Pero no me iba a dejar ganar. Son dos nada más, dije. Tu pelo, respondió. Busqué, palpé con la mano y era verdad. Allí estaba un gancho con forma de mariposa; azul bebé, además.

Un hilo me llenó la garganta de repente. Empecé a reírme, primero despacito, luego como una desquiciada. Hubiese seguido hasta llorar, pero vi su cara detrás de mi pelo (ya algunos mechones se me habían escapado). Estaba serio, tenía una expresión de gravedad. Dámelo, dijo. Pareces un ornitorrinco. Esos bichos no tienen salvación. Yo me enderecé, me saqué al tercer animal de la cabeza y se lo entregué como una ofrenda.

Así lo conocí.


II
Lo que hacíamos casi siempre era encontrarnos, comer un helado y meternos a cualquier hotel que se nos atravesara. Vamos a un sitio, decía él. Y ya yo sabía lo que quería.

Hablaba poco y decía cosas raras. Una vez le conté que estaba ayudando a mi sobrina con una tarea. De Geografía, preguntó. No, de Matemáticas, respondí. Qué lástima, dijo. Geografía es mejor. Venezuela es una pistola. Cómo, pregunté yo. Tiene forma de pistola, dijo él. No, vale, protesté. Lo que parece es un rinoceronte. Lo que pasa es que le quitaron una pierna. Más vale una pistola completa que un rinoceronte amputado, dijo él. Y me besó.


A veces no aparecía por meses. A mí me carcomían los celos. Me lo imaginaba engatusando a otras mujeres en tiendas de discos, diciéndoles que parecían animales imposibles. Un día estallé en gritos y le dije, tú crees que yo soy idiota, tú crees que yo nací ayer. Él respondió, a mí me hubiese gustado haber nacido, así fuera ayer.


III
Hotel Golden Star, se llamaba. Y no estaba tan mal. Tenía espejos en el techo (muchos de los lugares a los que habíamos ido ni siquiera tenían bueno el cerrojo). Hablábamos boca arriba como hablándole al cielo. Yo estaba temblando. Tengo un retraso y no pienso abortar, le dije. Los que matan a sus bebés van al infierno. No sabemos si existen cielo o infierno, pero el purgatorio es la tierra, respondió él. Luego se quedó callado. Me puso la mano sobre el vientre y soltó una lágrima desde su ojo derecho. Una lágrima; nada más. Dijo, yo no vine acá a tener hijos. Así no ayudo a nadie. Me besó el cuello, se levantó y empezó a vestirse. Haz lo que te dé la gana, chino maldito, pero yo no aborto ni de vaina, grité yo.

Al día siguiente empecé a sangrar. Y nadie me quita la idea de que él me hizo algo raro.

Pero puede ser mentira.

Más nunca lo vi.


IV
Fue un tiempo después que me enteré del emporio, del hermano, de la mafia y del dinero. Como siempre pasa cuando a uno la destrozan, la ausencia de la persona pesa insoportablemente. Él, que se sentía mínimo entre mis brazos, me parece ahora un gigante legendario.

Y cuando estoy mejor y casi siento que me olvido, veo un letrero a lo lejos.

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