Otra vez los juguetes

Roberto Echeto



Cada persona le otorga su propia simbología a los juguetes. Por eso podríamos afirmar que estamos hablando de artefactos poéticos, de objetos cuyo sentido permanece abierto hasta que cada quien los llena de significado en un espacio vital que tiene sus propias reglas: el juego.

Los niños son poetas sin canas.

Es curioso, pero sólo se nos permite jugar, tener miradas particulares del mundo y hacer las conexiones que se nos vengan en gana, cuando somos niños. Después no. Después cuadricúlate, empequeñécete, abúrrete, enciérrate en tu oficina y ponte a hacer cuadros de Excel hasta que te broten de las orejas.

Daniela fue a la despensa, sacó un frasco de miel y, con una brocha, ungió todo el cuerpo del Max Steel de su hermano mayor.

Sólo cuando las hormigas cubrieron al muñeco, la niña buscó la cámara de su papá y comenzó a tomar fotos.

Entre el arte y el juego existe una hermandad cifrada en dos detalles: 1) Ambos alejan a las personas de ese laberinto en línea recta que es la vida cotidiana y 2) El objetivo de ambos es producir algo nuevo con aquello que se tiene entre manos.

Ya decía yo que entre un chamo disfrazado de bombero y un sujeto que hace esculturas en hierro forjado, no hay muchas diferencias.

Para no morir de aburrimiento ni de otros males imaginarios, habría que asumir que la vida entera vale la pena si se lleva con la seriedad con la que los niños emprenden un juego cualquiera. Recuperar esa concentración que alguna vez sentimos al jugar con veinte muñequitos de plástico sería lo más valioso que podría pasarnos en una época en la que abundan los problemas.

Cuando su mamá lo interrogó sobre por qué le había pintado de verde y morado una pierna a uno de sus muñecos Fisher Price, Ricardito puso cara de fastidio y le respondió que el paciente tenía gangrena y que él, que era el cirujano, debía intervenir inmediatamente.


La mamá no dijo nada y creyó que a los pocos días encontraría al muñeco sin una pierna, pero, para su sorpresa, a la semana lo consiguió acostado en una pequeña cama de plástico, con la pierna envuelta en papel y tirro. El médico se la había salvado.

Lo hemos dicho otras veces: jugar es crearse una realidad paralela en la que cada quien puede ser lo que quiera. El juego es un espacio dispuesto para que la imaginación se desborde y podamos ver la vida desde perspectivas que son distintas a las perspectivas a las que nos somete nuestra vida cotidiana.

Por eso es tan importante extender nuestra disposición hacia el juego más allá de la niñez (tahúres del universo mundo, esto no es con ustedes).

El tío de José Luis hizo una travesura: fue a Farma-Farmacia, compró veinticuatro recipientes para guardar muestras de heces y los introdujo en la piñata de su sobrino.


Fue una belleza ver a padres e hijos conversando sobre semejantes artefactos.

Los juguetes son los instrumentos que posibilitan la ampliación de nosotros mismos que se produce cuando fantaseamos. Imaginar es un acto muy complejo que responde a innumerables estímulos. De ahí se infiere la importancia de los juguetes: son estímulos controlados que activan habilidades que ignorábamos poseer.

Como dice Sheldon Cooper: «¡Bazzzzinga!».

Nuestros movimientos, nuestras percepciones, y nuestra imaginación cambian cuando jugamos. Por eso, y porque la alegría siempre vale la pena, hay que llevar la actitud del juego a flor de piel. Al final de lo que se trata es de convertir la vida en una aventura, en un invento que nos permita ver más allá de las apariencias y reducir el efecto Excel.

No lo olviden: los juguetes son maravillas de las que nunca nos deberíamos alejar.

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