Vengando a Rousselot

Fedosy Santaella



Supongamos que el Chino Chang se da cuenta de que está enamorado de Mónica, dama de compañía y magnífica italiana de cuerpo y rasgos similares a los de la Bellucci. No obstante, Mónica ha aprendido que su oficio es eterno y que en la eternidad el amor es una quimera, o incluso una maldición. Ni siquiera la oscura gloria del Chino Chang puede doblegar dicha convicción, él lo sabe, y le cuesta resignarse, y no obligar, y no destruir el objeto amado. Más complicada se vuelve la situación cuando se entera de que su hermano, el otro Chino Chang, también le ha dado por solicitar los servicios de Mónica. A todas luces es lógico, el único dueño de la dama es el dinero. El Chino Chang Enamorado decide entonces apartarse, tomar unas vacaciones. Los hermanos Chang no se guardan secretos en los negocios ni en la vida personal, pero el Chino Chang Enamorado prefiere esta vez ocultar los verdaderos motivos con excusas de agotamiento, de cansancio, incluso de horror laboral.

—Es que, hermano, te soy sincero, lo que pasó en el puerto de La Guaira me golpeó muy duro —y al decir esto recuerda el contenedor que se balanceaba entre el muelle y el barco, el descontrol del spreader, las puertas mal cerradas que se abrieron, los cuerpos que empezaron a llover. Decenas de cuerpos, como maniquíes, que no eran maniquíes, porque al tocar el suelo sus cabezas se partían. Hombres, mujeres, niños. Los chinos con un solo nombre y un solo pasaporte, los chinos que no mueren nunca, los chinos eternos y que no tienen cementerio ni velatorio en ninguna parte del mundo, o por lo menos no en La Guaira ni en Caracas, porque ellos o sus familiares pagaron para ser enterrados en su tierra, en la lejana China. El hecho es que el Chino Chang estaba allí ese día, disfrazado de obrero para controlar la operación de cerca, y terminó presenciando la tétrica escena. Le dieron arcadas, por primera vez en su vida le dieron arcadas y se puso pálido. Un caletero (más tarde supo que su apellido era Satiano o Saviani), notó su estado, lo sostuvo de un brazo y lo llevó aparte. Por ese sencillo favor, Satiano o Saviani recibiría luego un bolso deportivo con diez mil dólares adentro, y un papelito que decía «Gracias por los favores recibidos».

El otro Chang le dice que comprende, que él también estaba ese día, a distancia, como bien sabe, controlando otra situación. Que se llenó de horror incluso desde lejos, que no se quiere imaginar si hubiera visto en primer plano la caída de los cuerpos. Es una conversación extraña entre dos hombres para quienes la muerte y la atrocidad son asuntos cotidianos. Pero sin duda una cosa es matar y torturar, y otra ver llover a los muertos de la esperanza póstuma.

Digamos que el Chino Chang Enamorado deja el sitio sin despertar sospechas en su hermano gemelo, y al día siguiente en la madrugada toma un avión rumbo a París, esa ciudad que mitiga los dolores. Así lo siente desde los tiempos en que él y su hermano pasaron de Asia a Europa y vagaron por ella, jóvenes y miserables, buscando el mal que no se les había perdido. Desde entonces, París le parece una ciudad cargada de irrealidad con el don de transmutar a las personas, de convertirlas en felices imaginaciones de sí mismas.

El Chino Chang llega tarde en la noche al Hotel de Crillon en la Plaza de la Concorde. Al día siguiente ya se dedica a vagar por las calles. No tiene plan, no lo quiere, no lo necesita. Hacia las once de la mañana busca resguardo en la terraza de un café del boulevard Saint-Germain. Pide una cerveza y se dedica a contemplar. Le llama la atención un hombre que está sentado un poco más allá, encorvado, ojeroso, como derrotado. El hombre lo incomoda, lo saca de su esfera de irrealidad, le devuelve el recuerdo de Mónica, la imagen de ella desnuda, en cuatro, y él arremetiéndola con furia. Pero en realidad no es él, es su hermano gemelo quien propina los embates. La otredad lo golpea, odia esa sensación de estar y no estar, de saber que en alguna parte de este mundo alguien exactamente igual a él se come a dentelladas la carne de la mujer amada.

Hagamos ahora que el Chino Chang se ponga de pie, que se acerque a la mesa del hombre acongojado y que se siente sin pedir permiso. El hombre acongojado se le queda viendo con una pasividad retadora, como si invitara a matarlo. El Chino Chang le habla en español, entre dientes, arrastrando las palabras. Le gusta el español para estos casos; es un idioma sonoro, punzante, movido, agresivo. El arte de la amenaza no está en lo dicho, sino en la forma, en el estilo, en el horror de lo desconocido.

El hombre acongojado hace una media sonrisa y, sin apartar la mirada, responde en el mismo idioma:

—Haz lo que quieras, lo único cierto es la muerte.

El Chino Chang no acusa la sorpresa idiomática. El hombre acongojado se toma un trago y agrega:

—¿Cuántos hombres en la vida se encuentran con su alter ego, ese gemelo en las circunstancias que se convierte en pesadilla cuando habita en él una profunda malicia?

El silencio, excelente interlocutor, le abre las puertas del desahogo al hombre acongojado. Dice llamarse Álvaro Rousselot, escritor argentino que llegó a París en la búsqueda de un hombre, un director de cine francés de apellido Morini. Este Morini le había plagiado a Rousselot dos de sus novelas, publicadas en Argentina, pero desafortunadamente traducidas al francés por pequeñas editoriales parisinas. Aquel Morini había tomado sus historias y las había convertido en películas, con variaciones al principio y al final quizás para cubrirse las espaldas, pero manteniéndolas similares, muy similares, en el centro. Rousselot había pensado en demandar a Morini, pero al final desistió. No era un hombre con fuerzas suficientes para sobrevivir en el escándalo. Con el tiempo se le presentó la oportunidad de asistir a una convención literaria en Europa, y así fue cómo concibió la idea de viajar a París luego de la convención. Una vez en la ciudad, algunas piruetas del azar o quién sabe si del destino le aportaron el teléfono de la casa de Morini. La historia tomó su curso hacia un pequeño hotel en Le Hamel, donde Morini había ido a pasar unos días con sus padres, cuidadores sempiternos del lugar. Allí, en el vestíbulo de aquel hotel fuera de temporada, Morini le respondió con una exclamación que fue como un grito, y con una carrera hacia el interior de las instalaciones. Minutos después Rousselot le dejó un papelito con la dirección de su hotel en París; su más grave error, pues la historia no concluyó en este punto. Ya en París, Morini lo buscó, lo llevó a comer, hizo amistad con él como si nunca hubiera ocurrido el plagio. De hecho, nunca se habló de ello, pero a Rousselot poco le importó. Al fin y al cabo, Morini había sido su lector ideal, el espejo donde se mira el autor, el co-autor de sus novelas, Rousselot mismo en el cuerpo de otro. Más le hubiera valido una comunión menos excepcional. Por aquellos días, Rousselot se había enamorado de una puta de nombre Simone (supongamos que acá el rostro del Chino Chang hace una levísima contracción, algo así como un parpadeo, un parpadeo de rostro, si se puede decir), y por causa de ella aún permanecía en París. De ella y de Morini, que no lo dejaba ni un instante, y que en más de una ocasión lo acompañó con Simone a comer o a tomar tragos. Una tarde, Simone no apareció. De Morini tampoco supo nada. Al día siguiente, en la mañana, Simone le dijo al teléfono que no podían verse más. Rousselot no pidió razones. No hacía falta. Desde entonces, no los ha vuelto a ver; desde entonces, vaga por las calles, con esa cara, con ese desaliento.

El Chino Chang aprieta los dientes. Está lleno de rabia. Le dice a Rousselot que lo deje encargarse de todo.

—Tú dijiste que lo único cierto es la muerte —agrega para terminar.
—Sí —responde Rousselot y le escribe en una servilleta la dirección de la casa de Simone—. Ahí deben estar.
—No nos veremos nunca más —dice el Chino Chang. Sin más se pone de pie y se aleja.

Ya en el asiento trasero de un taxi le entrega el papelito al conductor. Durante todo el recorrido mira pasar una sucesión de fachadas de estudio cinematográfico, opacas aproximaciones de los barrios parisinos, lugares comunes del recuerdo. Finalmente el taxi se detiene frente a un edificio de cuatro pisos. No hay ascensor, y el Chino Chang sube las escaleras sin reposo, de a dos en dos. Va tan deprisa que no ve a una vieja que baja con un niño rubio en brazos. Tropiezan y la vieja suelta una queja, pero él sigue como si nada. Llega al número, a la puerta. Agarra aire, se limpia el sudor de las sienes y se inventa una grata sonrisa. Entonces llama a la puerta y unos segundos después está ante él un hombre alto, delgado, de grandes lentes redondos, melena desmarañada y ojos profundamente caninos.

—¿Morini?
—No, Roberto —dice el hombre con el tono hastiado de una voz ronca y ahogada que al Chino Chang se le antoja condimentada de cierto dejo español y algo de sureño. Quiere decir algo más, pero el hombre empieza a retroceder a tiempo que va cerrando. Al ver aquello, el Chino Chang le da una patada a la puerta. El hombre trastabilla hacia atrás, confundido, los brazos estirados, como buscando un asidero. Cuando ya casi recupera el equilibrio, el Chino Chang se le encima y le clava un golpe en el pecho.
—¡Ostias, coño! —grita el otro y cae de nalgas.

Al Chino Chang no le importa quién es el hombre, ni qué carajos hace ahí. Pero sí tiene la certeza de que está relacionado con Morini. Todos estos años oliendo sangre, maldad y miedo han ayudado a conformarle un magnífico sexto sentido.

—¿Dónde está Morini? —pregunta en español.
—¡Pero qué carajos! —gruñe el hombre en el piso e intenta ponerse de pie, pero el Chino Chang lo aplasta con uno de sus zapatos, se inclina y, de un puñetazo, le parte el puente de los anteojos. La nariz del hombre que dice llamarse Roberto comienza a sangrar por fuera y por dentro. El Chino Chang le da un puntapié en el estómago y el hombre se repliega como una oruga.

—Morini —dice el Chino Chang.
—Te mando Rousselot, ¿verdad? Ese maricón quejica.

El Chino Chang le propina otra patada en el abdomen. El hombre responde con un grito de dolor.

—Por Dios, que estoy enfermo —dice.

El Chino Chang toma rumbo hacia una habitación que claramente se distingue como la cocina. Abre gavetas, consigue un cuchillo de carnicero, vuelve a la sala. Se encuentra con que el hombre intenta ponerse de pie, ya está de rodillas. El Chino Chang se le va por detrás y le acomoda la punta de su zapato en la entrepierna. El hombre cae hacia adelante; el dolor no lo deja gritar. El Chino Chang se inclina y, con la punta del cuchillo sostenida sobre el labio inferior del hombre, repite el apellido del director francés. Luego se aleja y se sienta en un sofá. Cuando le parece que el hombre que dice llamarse Roberto ha recuperado un poco el aliento, lo suficiente como para hablar, se vuelve a poner de pie y se le acerca. Pero esta vez no hace nada, sino que se queda allí, con el cuchillo en la mano, en silencio. El hombre alza la vista, en sus ojos hay odio y temor.

—Me siento como un tira… yo siempre quise ser un tira —dice el hombre.

El Chino Chang flexiona las rodillas, baja. El hombre continúa:

—Yo sabía que ese cuento no iba a acabar en el hotel de Le Hamel. Morini no podía quedarse tranquilo. Siempre tiene que seguir, es un artista, no lo puede evitar. —El cuchillo está ahora frente a los ojos del hombre, quien, sin apartar la vista bizca de aquel close-up filoso, continúa—: Entiendo, sí, no estás para diálogos. Yo tampoco.

Entonces aquel que dice llamarse Roberto le da el nombre de una calle, un número de edificio y otro de apartamento. Le dice que es cerca, que apenas salga tome hacia la izquierda, que camine cinco calles más abajo y que agarre hacia la derecha en la esquina, luego tres derechas más en las esquinas inmediatas, y unos cien metros más adelante ya estará en el sitio. El Chino Chang lo ayuda a incorporarse, le sirve de soporte hasta el sofá y allí lo deja. Hace una inclinación y el hombre dice no sin esfuerzo:

—De nada, más bien gracias a usted… Ya lo dije, siempre quise sentirme como un tira.
—¿Qué coño es un tira?
—Un policía.
—Un policía apaleado.
—Sí, pero un tira apaleado es menos vergonzoso que un escritor apaleado.
—¿No será al revés?
—No, coño, nunca. Un tira apaleado cumple con su deber.
—¿Y el escritor?
—Un escritor apaleado es un imbécil más.
—¿Y usted es escritor?

El que dice llamarse Roberto se le queda viendo retador.

—Ese no es su problema —responde.

El Chino Chang se encoge de hombros. El hombre le cae bien.

—Todo un tira —dice.
—Todo un tira, coño.

El Chino Chang sale de la casa; no tiene tiempo de seguir jugando a los diálogos. Algo más importante, más excitante, más liberador lo espera en otra parte. Toma la ruta de la izquierda. Camina apresurado. Cinco calles, cuatro derechas, cien metros más y por fin el nombre de la calle, el número de un edificio. El tal Morini hasta tuvo el descaro de mudarse cerca de la casa de Simone, piensa el Chino Chang, y digamos que ahora entra al edificio, sube las escaleras de dos en dos y llega hasta la puerta con el número señalado.

Con el cuchillo oculto por detrás, toca sin violencia. La puerta se abre y aparece un hombre. El Chino Chang se detiene por un instante. El hombre le parece familiar. Quizás, de tanto hablar de Morini, él terminó prefigurándose un rostro que, por increíble casualidad, es el mismo que ahora tiene enfrente. Pero es que, en definitiva, aquel personaje tiene cara de Morini. Los nombres, por lo general, se parecen a sus caras; los nombres son las primeras mascotas del alma.

Sin más, el Chino Chang saca el arma y se la clava a Morini en el estómago. Luego lo empuja y entra. Adentro, una mujer está en el medio de la sala con una taza de té en la mano. No termina de asimilar la situación, lo grave que resulta. Cuando se da cuenta, grita y deja caer la taza de té. El Chino Chang, algo mareado por el arrebato de la excitación, se lanza sobre ella, la ataja por los cabellos y la hala. El rostro de la mujer se vuelve una estela en el recorrido hacia su cuerpo. El Chino Chang frunce el ceño; ella también le parece vagamente conocida. O quizás no, quizás ha sido esa estela que en su opacidad puede ser uno o mil rostros. Pero la estela ya deja de ser y ahora se ha transformado en un rostro definido, en un cuello que palpita. El Chino Chang sonríe una vez más y alza el cuchillo. Se siente bien, se siente como nunca.

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