Ventriloquia para Todos

Daniel Fernández



I
Al principio, la única excusa plausible para que un muñeco llegara a mis manos era la remota idea que tenía de convertirme en ventrílocuo, como un hobby o algo así, alguien que pudiera hablar por mí y que no tuviera razones para no decir todo lo que quisiera, mal que mal, era un muñeco de madera…

Cuando llegué a la tienda venía siguiendo a una chica hace un par de cuadras, una chica con un vestido rojo que entró a este emporio. Aquí en ese tiempo vendían un cuantohay de cosas y se podía encontrar gente de todas las latitudes, de hecho, justo en el momento que entré había un Samoano ofreciendo a Fedosy una partida de teteras eléctricas muy baratas.

-Mira, bróder, te las vas a tener que llevar porque acá no puedo comprarte nada si no lo aprueban los Chang –encaró Fedosy al Samoano de casi dos metros.
-Los chinos, hay que preguntarle todo a los chinos, esos no tienen alma ni cabeza pero llevan sus cosas a todas partes, y ellos siguiéndolas detrás –alegó el Samoano en un spanglish vagamente descifrable.

Se miraron un rato mutuamente mientras el extranjero salía de la tienda de espaldas por la puerta. Yo me tuve que hacer a un lado y dejar que los hombros del gigante Maorí rozaran el dintel de la puerta e hiciera vibrar la campana a su gusto. La chica rojo-burdeo se encontraba anonadada también con la escena y no reparó en el hombre que hace tres cuadras que seguía sus piernas. Vio a través de la vitrina como el gigante daba vuelta en la esquina y siguió eligiendo el bolso que finalmente se llevaría esa tarde. Yo caminé por la tienda como si no fuera a comprar nada, y por un buen rato me dedique a seguir a la mujer sin mirarla siquiera para que no sospechara, hasta que Fedosy se me aparece detrás con una navaja entre manos, incrustándomela entre las costillas para que la sintiera.

-Mira, dile a tu amiguito que se vaya o no te suelto hasta que lleguen los polis y te den de coñazos hasta que te sangre lo que no te ha sangrado en la vida. -hizo una pausa., luego me gritó contenido bien cerca del oído “muévete coño de tu madre” para que yo entendiera pero sin que nadie más se diera cuenta.

La verdad se nos sale sola cuando nos la piden así, no hay mejor Biblia que la de un fierro apuntándote entre los ojos o las hojas de acero o cualquier material entre las costillas, y le dije lo más rápido que pude que estaba ahí porque me habían gustado las piernas de la chica del vestido. Entonces se rió bajito al lado de mi oreja y me dijo que lo esperara un segundo. Caminó dos pasillos más allá en la tienda y el tipo que estaba justo frente a los relojes salió pálido, como si hubiera visto un fantasma, aunque Fedosy era un poco más moreno que los espíritus promedio.

De vuelta se dirigió primero a la chica y le dijo un par de cosas al oído. Ella me miró y mientras Fedosy se iba al otro lado del mostrador, la chica se acercó hacia mí y sin decirme nada me entregó un papelito con su nombre, su dirección y su teléfono. Sentí como mi mandíbula se desencajaba cuando ella me sonrió, y siguió así hasta que ella salió de la tienda.

Ese affair, como lo llamó el empleado de los Chang, no duró mucho, sin embargo, seguí yendo al emporio porque siempre encontraba cosas interesantes que comprar y porque me intrigaba la relación que Fedosy mantenía con los clientes. Siempre que llegaba alguien lo saludaba de una manera afectuosa, como si fuera el vecino con el que creció o viviera en el mismo barrio en el que estaba la tienda.

-¿Cómo está tu gente?
-Todos bien, gracias… Mi hijo, el menor, entró al colegio este año y no se acostumbra. Bueno, ¿sabes? Ciudad nueva, amigos nuevos, casa nueva, para nadie es fácil.
-¿Hace cuánto llegaste? –preguntaba Fedosy.
-Hace un par de semanas. Voy a hacer mi vida acá, me cansé de vivir toda mi vida en el sur. Y tú… ¿Conoces el sur?
-No, nunca he estado por allá, pero me han dicho que es muy bonito, que se come bien, que se quiere bien y que es bastante frío.
-Tu nombre es…
-Fedosy
-Hernán, mucho gusto  –y estira la mano.

Supongo que esa fue la misma manera cómo se acercó a la chica de las piernas y la convenció de que le diera mi número. Quizás sea la misma razón por la que vengo, pero creo que tenía más que ver con la sección de muñecas y sombreros que tenía en la tienda. Ahí pasaba a mirar las novedades. Toda la vida me han parecido raros los sombreros nuevos, son como una variante de los mismo sombreros de la estación anterior, revivals de modas antiguas o simplemente cuestiones estrafalarias que no usaría nadie sino en un desfile de modas, en una fiesta de disfraces o en el lugar menos indicado, solo por llamar la atención, y a pesar de todo, yo me los probaba como si me los fuera a comprar.

Y las muñecas, las miraba porque eran raras, todas de madera o de trapo y sin personalidad, con la mirada vacía, sin pestañas y sin expresión, excepto por las nuevas que llegaban, que no solían ser más de dos y que se llevaban de inmediato.

Yo nunca compré nada de eso. Al final terminaba llevándome las revistas semanales que siempre leía, cosas como Muy Interesante, alguna edición perdida de Cimoc o cualquier cosa que sirviera para leer en el baño, digamos que era mi compra semanal de artículos de aseo.
Cuando por fin decidí comprar algo de la sección de muñecas fue un muñeco de ventrílocuo bastante feo, pero con un aire antiguo, como de colección de abuelo enterrado, hace tiempo que había pensado en que adornaría bien mi casa, porque había perdido ya toda esperanza de hablar desde el vientre. Al acercarme al lugar donde atendía Fedosy se puso en guardia, como si a continuación fuese a sacar una pistola y le fuese a quitar hasta el alma.

-Eso te lo pueden vender los Chang solamente -lo dijo con un gesto seco y se calló.
-¿Entonces para qué lo tienen a la venta en el pasillo y no lo tienen detrás del mostrador?
-Mira, eres un buen cliente y te voy a contar la verdad… algún día, por ahora que te baste con saber que si no tienes plata para llevarte el sombrero de madera que acompaña al muñeco que te llevas, no hay trato.

El precio del sombrero era ridículo y sin embargo no me faltaban más que dos centavos para completarlo.

-Así son los impuestos, qué le vamos a hacer
-Mañana vuelvo por ellos. Me los guardas.
-No pana, ni de vaina. Aquí el primero que tiene los reales se los lleva.
-Pero los Chang…
- Los Chang un carajo, viejo. Hagamos algo. Yo hablo con los Chang cuando vengan, y si te lo guardan allá ellos, si no  –no entendí el gesto-. Ven mañana si quieres y vemos qué pasa.
No recuerdo cómo lo logré pero, a pesar de mi trabajo, estuve en la tienda de los Chang antes que alguien llegara a abrir. Quien levantó la cortina metálica no era Fedosy era, me enteré mucho después, un tal José, otro de los empleados de los Chang que trabajaba poco y nada en la tienda.

-Trabajamos hace años juntos. Los Chang le tienen cariño –dijo Fedosy yendo a la parte de atrás de la tienda-. Pero no trabaja mucho… -agregó casi gritando desde atrás- como sea, también lo estimo –terminó la frase poniendo el muñeco y el sombrero en la mesa-. ¿Trajiste lo que te faltaba?
-En monedas por si te hacen falta.
-Es bueno hacer negocios contigo. Ahora dime ¿Cómo vas a usar el muñeco?
-Lo voy a colgar en mi casa y quizá en Halloween lo dejé en la puerta para asustar a la gente.

Fedosy atrajo para sí el muñeco, lo volvió a guardar tras el mostrador, levantó las cejas, me miró como sin expresión y me devolvió la plata en billetes.

-La condición para vendértelo es que aprendas ventrilocuismo, eso me dijeron los Chang, o que no te lo vendiera.
-Ni hablar.
-Pues no hay muñeco para ti, viejito.
-¿Cuándo puedo hablar con los Chang?
-No sé, nunca avisan cuando vienen. Si quieres puedes esperar.

Esperé un par de horas y luego me tuve que ir a trabajar. Todo el día estuve pensando en el famoso muñeco y no pude terminar la organización de la página web que debía entregar para el día siguiente. Esa noche busqué en la Red cualquier aviso de cursos de ventrilocuismo que se ofreciese en la ciudad, con el único que di fue con el aviso de los Chang.
“Aprenda a sacar conejos de la boca de un muñeco.
Cursos de ventrílocuos para todas las edades.”

Tres días más buscando algún otro curso en la ciudad: busqué en las páginas amarillas, en las tiendas de magia, hasta me acerqué a una tienda de una tal Algo Sultana, una gitana que leía la fortuna y hacía las veces de médium (en realidad era un gitano que no leía ni las cuentas que le llegaban, que en lo único que mediaba era en las peleas de parejas que se presentaban en su negocio y que funcionaba perfectamente al momento de proyectar la voz, pero eso no lo supe hasta que me di cuenta que la voz de mi tía Matilde no era tan gutural y que en el más allá, sin cuerpo, no había gases como para eructar cada dos minutos). Finalmente, solo encontré un par de cursos más en ciudades que estaban tan lejos que no me quedaba más que mudarme y cambiar de trabajo por un muñeco y un par de clases de proyección de la voz. Decidí no ir más al emporio de los Chang y dedicarme al origami como pasatiempo.

“El papel doblado nos permite acercarnos un poco más a quienes somos realmente”, decía el libro con los principios básico de construcción y modelación del arte, “nos permite interactuar con nuestro interior a través de la reflexión implícita en la concentración de estos movimientos. Es un viaje interno que nos permite modelar la realidad como si fuera nuestra, siguiendo nuestro propio camino”.

Luego de tres meses había aprendido a hacer computadoras, monedas, botones, camas para muñecas y hasta la reproducción de la cara de Barbie en origami, pero sentía que la casa se llenaba de papel inútil, así que traté de crear dobleces más complejos, que me permitieran hacer aparecer de la nada una figura a partir de otra con un par de dobleces más. La idea salió de una revista que leía en el baño, comprada en el emporio de los Chang, que proponía que una de la figura I se podía pasar a la figura II con el movimiento de dos de sus palitos.

El asunto parecía sencillo, sin embargo, en los tres meses siguientes, no logré más que transformar un sapo en la cara de un perro y nada más, y eso solo por la semejanza de las formas de ambos.

El reloj sonaba de fondo y yo miraba la mesa en la que estaba el sapo con forma de cara de perro sin llegar a ninguna parte, no podía pensar en nada, no imaginaba nada, no tenía absolutamente nada más que hacer. Las reuniones familiares ya se habían disipado y los amigos tenían que trabajar todos ese fin de semana o estar con sus familias. Ningún panorama a la vista más que un perro-sapo. Así que tomé todas las formas que había hecho, las guardé en una caja de cartón y caminé con esos cinco kilos de papel hasta un lugar donde me pagaban por el reciclaje. No me dieron más que un par de monedas por los cinco kilos, y un poco más por el libro que hablaba del camino de la vida a través del origami. Y volví a la tienda de los Chang por el muñeco.

El muñeco estaba sentado en la vitrina, con ropa de payaso y un sombrero en forma de cono que decía dunce por el frente. Entré y quien atendía era José. Ni siquiera alcancé a saludar cuando me dijo.

-Fedosy no va a poder venir hasta mañana y el muñeco no te lo llevas hasta que hayas aprendido ventrilocuismo.

Mañana, mañana, mañana, pensé. Todo era para mañana.

-Por lo menos inscríbeme para las clases de ventrílocuo que dan los Chang.
-Las clases las doy yo, así que no te preocupes, ven mañana que del precio hablamos después.

Nunca entendí muy bien las clases de ventrilocuismo de José: me obligaba a sentarme en una mesa y me comenzaba a hablar, me comenzaba a dar ejercicios de respiración, de contención de respiración hasta que me mareaba y me desmayaba. Luego la clase continuaba aprendiendo diversos trucos de prestidigitación, por lo menos mis dedos se habían vuelto hábiles con el teclado y no tenía que practicar demasiado para que los trucos resultaran.

-Te falta quitarte la pinta de imbécil que pones en la cara cuando hablas desde el vientre.
-Pero si ni siquiera tengo al muñeco entre mis manos ¿cómo esperas que no se vea mi cara de imbécil?
-Debe ser más natural por lo menos o debes parecer un poco más imbécil. Tienes que dejar que los músculos de la cara se relajen, que sea el muñeco el que hable.

Recordé las palabras del origami y me di cuenta que se iba a llenar nuevamente mi casa de papeles inútiles. Así que me paré y me fui sin decirle nada a José, que se quedó gritándome desde atrás que esta clase se la pagaba de todas maneras, y completa.

Al día siguiente me encontré con Fedosy en la tienda. No me preguntó nada, no me dirigió ni la vista, simplemente dio unos pasos hacía la puerta, puso el letrero que decía “cerrado” y de vuelta, mientras pasaba por mi lado, me tomó del brazo y me llevó hasta el fondo del emporio. Ya frente a la mesa donde solía sentarme y para mis clases de ventrílocuo me habló.

-No hay mucho que contarte, pero es mejor que te sientes.

“Hace tiempo, cuando vivía en el norte, cerca del mar, me estaba muriendo de hambre. En varios días no tuve nada para comer, sólo lo que encontraba en los basureros, y como no estaba acostumbrado a comer basura, trataba de elegir lo que pareciera estar en mejores condiciones. Prefería morir de hambre antes que de cólera o cualquier otra vaina. Hasta que un día no soporté el hambre y entré a una tienda donde vendían muebles y pedí comida. El dueño tenía una gubia en las manos y estaba tallando la figura de un barco a vela y de un trencito, las dos para darle un regalo a los nietos. El viejo tenía la cara desinflada, las mejillas parecían una tumbadora con el cuero un poco suelto y las manos le temblaban un poco también… pero como te dije, le pregunté si tenía algo para echarme en la barriga y me contestó que ahí no había nada, que si quería mordía un poco de corteza de árbol que había seca. Me acuerdo que en ese momento yo miraba el suelo porque no tenía ni fuerzas para levantar la cabeza, y traté de llorar pero lágrimas no tenía tampoco, incluso traté de tragar algo de saliva para quitarme un poco el dolor de la barriga, pero ni eso me quedaba.”

“El viejo me sonrió mostrándome todos los dientes que le faltaban. “Ya no como” me dijo “ahora solo tomo sopa de vez en cuando y me trago todo casi entero. Si quieres vas a comprar algo para hacer una sopa ahora, yo te paso la plata, pero tú me trabajas los reales después”. El viejo se calló.

“Cuando volví, tenía el agua caliente y solo eché a cocer las verduras. Y me senté a trabajar. No sabía usar nada y me dediqué a jugar con las herramientas, tratando de aprender cómo se usaban. Me corté las manos, me di en los dedos con el martillo, rompí casi toda la ropa que me quedaba y no hice nada más que echar a perder una par de pedazos de madera. El viejo me miraba y se reía a carcajadas. En esos días, y para no echar a perder más madera empecé a repetir los movimientos del viejo. Lo peor que podía pasar así era que hiciera lo mismo que el viejo pero más feo. Aparecieron de la madera dos muñecos de ventrílocuo, los dos se los habían encargado los Chang. En esos días yo no los conocía, solo sabía que hacían pedidos de muñecos de todo tipo una vez cada dos semanas, y teníamos trabajo. En los días que no había encargos de los Chang, el viejo me tenía apilando y cortando pedazos de madera de diferentes tamaños.

“Así, hasta que engordé y el viejo se murió. Se nos fue el viejo, me dije, y se nos fue la madera, las herramientas y el trabajo y de nuevo pensé en comer algo de la basura cuando llegaron los Chang a reclamar su pedido. Yo no los había visto y no sabía nada, así que les dije que se fueran porque la tienda estaba cerrada, el viejo se había muerto y ya no había mucho que hacer. Los Chang no dijeron una palabra, pero me dejaron una tarjeta y así llegué acá.

“¿Qué quieren los Chang contigo? No sé, pero tú quieres a aprender a hablar como muñeco, así que (me pasa una tarjeta) anda a la dirección y aprende con el último muñeco que les fabriqué a los Chang. Esos muñecos ya no son lo mío, ahora es mejor que me dedique a vender sombreros.”

Mi boca no se movía, no podía levantarme, pero, suerte la mía, tenía los labios cerrados y no babeaba. Fedosy ya se había ido y yo no sabía por qué me había contado todo eso, no entendía qué hacía sentado ahí. De pronto todo se detuvo. El reloj de la tienda dejó de sonar y los autos le hacían el quite al recuadro de la calle recortado por la ventana. Permanecí ahí todo lo que pude, dejando que el tiempo no pasara.

No entendí nada de lo que me dijo Fedosy, menos por qué me lo dijo, así que lo único que me quedaba por hacer era partir a la dirección que aparecía en la tarjeta.


II
Un año más tarde había dejado mi trabajo y estaba en un escenario tratando de hacer hablar a un muñeco, hasta esos días lo único que había aprendido a hacer con él era mover los ojos y la boca de manera convincente, como si pudiera hablar. Mis manos se insertaban de una manera muy extraña en el muñeco, como a la altura del pecho, por la espalda, y desde ahí tenía que apretar dos botones laterales a una palanca que permitían mover las cejas y los ojos del muñeco, más un botón central que manejaba la apertura de la boca. Esto debe ser porque a Fedosy nadie le había enseñado a construir muñecos.

Había tratado de practicar durante ese tiempo con otros muñecos que había hecho Fedosy y que se encontraban en la misma tienda, pero con ninguno de ellos había logrado mayor avance, al contrario, ni siquiera lograba mover las cejas y ninguno de los sombreros que había comprado para esos muñecos funcionaba. No me quedaba más que trabajar con ese último muñeco de Fedosy.

Ya estaba arriba del escenario de un bar de mala muerte, con un muñeco elegante sentado en mi regazo, y yo a su vez, sentado en la mesa de los Chang. El sombrero del muñeco estaba a mi lado y yo estaba haciendo un esfuerzo por proyectar la voz. Todo el bar estaba en silencio y yo no podía sacar una sola palabra. El reloj se había detenido exactamente en el momento en que había subido al escenario y traté de no tomarlo en cuenta, pero las caras de los presentes estaban inmóviles, quietas, sin expresión. Sin decir nada todavía moví las cejas del muñeco, los ojos, la boca, como las preliminares de un músico antes de iniciar el concierto, pero esta vez no alcanzaba ni para espectáculo de aficionado. Las cosas no iban bien hasta que el sombrero se movió solo y los dos miramos hacía él, el muñeco y yo, el sombrero se volvió a mover y dejé que la gota de sudor que tenía a la altura de la sien corriera hasta el cuello de la camisa. Dije algo, pero no recuerdo bien si lo dije yo o dejé que el muñeco moviera la boca y la proyecté, la cosa es que la gente se rió y comentó algo. Los miré y estaban sonrientes, algo de lo que había hecho les había gustado, pero no estaba muy seguro si lo había hecho yo o alguien más. Todo volvió a ocurrir de la misma manera: se movió dos veces el sombrero, los dos lo miramos, algo dije y la gente no solo sonrió, esta vez se carcajeó. Así que dejé que el sombrero se siguiera moviendo y la gente carcajeándose. No supe lo que dije y no lo quiero saber todavía, quiero pensar que yo fui el que dijo todas esas cosas, que no fue nadie más, solo que no las recuerdo por lo nervioso que estaba.

Cuando bajé del escenario miré dentro del sombrero, lo revisé por todas partes y no encontré nada. Luego seguí con el muñeco, lo desarmé entero y traté de convencerme que no había nada extraño en él, más allá de lo grotesco de su cara.

Ese bar me empezó a presentar como su espectáculo principal y las noches de viernes me presentaba con un número de media hora, el que no había preparado, el que nunca preparé, porque yo creí que siempre había algo que decir, que las palabras no se iban a agotar porque la gente siempre puede hablar de las mismas cosas y nunca se aburre, y así ocurrió. Por un año estuve todos los fines de semana en el mismo bar, sin que la gente me aplaudiera a rabiar, pero riéndose constantemente de todo lo que tenía que decir: hablaba de política, de lo que decía la vecina de la esquina, de Santo Tomás de Aquino y de Aristóteles, a veces daba charlas sobre teorías culturales. Hasta un día hablé de las teorías del bueno de Schrödinger, y la gente se rió. En realidad ni yo mismo entendía muchas veces lo que estaba diciendo, simplemente se me caían las palabras de la boca, dejaba que rebotaran en el escenario y le llegaran hasta la gente.

Esas palabras nunca me parecieron graciosas ni entretenidas, eran palabras, nada más y con el tiempo me había cansado de ellas. Fue por esa misma época más o menos cuando me invitaron un estelar en la tele.

El programa era del estilo del Show de David Letterman, en el que traían invitados de los más extraños y falaces, en el que hacían entrevistas a personas que nadie conocía y que parecían esperpentos sacados de una feria de novedades, pero no eran deformes, no estaban ahí para mostrar nada físico, solo para acompañar la estadía del animador en pantalla, junto a un buen vaso de vino o pisco sour (dependiendo del auspiciador de ese año).

Yo dije que sí, porque me sentía parte de esos esperpentos y porque quería que la gente recogiera las palabras que se me iban a caer en los micrófonos. Por otro lado, no es que el trabajo en el bar me permitiera cubrir los gastos de mi departamento, mi comida, etc. Así que ahí estaba. Con las luces de frente y con toda la gente mirándome. Esta vez el reloj corrió más rápido, lo oí, sentí que el segundero corría con un ritmo más rápido, quizás imperceptible, pero yo lo sentí. Miré al productor mientras daba el vamos y su mano se movió lenta y acompasada junto con el reloj y solo tenía cinco minutos para hacer el Show. Nunca pensé que lo que estaba haciendo ponía en juego mi reputación, ni tampoco pensé que todo lo que había hecho durante ese año se podía venir abajo con esa presentación, pero cuando la cuenta regresiva del productor llegó a uno, antes de darme el vamos y llegar al aire lo pensé y se me nubló la vista. La mano quedó en el aire durante todo ese momento y me ví a mi mismo denostado, cansado, dejando que el mundo avanzara y yo no alcanzara a alcanzarlo. Ví las luces del plató y las luces de las cámaras y sentí como se rozaba la carne con las uñas del animador en una pierna, alcance a ver la imagen de una mujer que me miraba desde su asiento, tocando el grano que tenía sobre el labio superior. Miré las tetas de la modelo que estaba al lado del animador y los ví sonreír a ambos. En el último movimiento del productor vi el reflejo de mi figura y la del muñeco en mi regazo, sobre la mesa de Fedosy, de los Chang y ahora mía, di las buenas noches, dejé que mi sonrisa fluyera y que a través de los parlantes de los televisores todo el mundo escuchara lo que salía de los labios del muñeco. Hubo una avalancha de risas desde el público, un estruendo que llenó el galpón donde estaba el estudio. Tembló un poco y la sonrisa del animador se borró por un microsegundo de sus labios, ya no se vieron sus dientes. Las luces tambalearon un poco y todos volvieron a sonreír.

Fui invitado al sillón –al diván como lo llamaba Fernando Iñiguez, el animador- y se me permitió contar mi historia. Supuse que ni a Fedosy, ni a José, ni a los Chang les gustaría ser mencionados en un lugar tan público, así que inventé una historia lo más creíble que me fuera posible, algo así como que desde niño me gustaban los títeres e imitar personajes y así hasta que un día decidí comprarme un muñeco y trabajar en un bar. Sabemos que de decidir no decidí nada, que mi espectáculo es más falso que el de un mago y que aquí están metido de por medio los Chang.

Esa noche me hice famoso y seguí el recorrido que el espectáculo me dictaba, sin dejar de hacer lo mío, sudar frente a la escena, dejar que todo pasara y bajarme del escenario agradeciéndole al muñeco.

Ya me alcanzaba para comer y me había casado con una chica buena y decente que no entendía cómo es que sin practicar podía lograr lo que lograba en escena. A ella tampoco podía contarle todo lo que había pasado en el emporio Chang.

Así podía haberme quedado toda la vida, viviendo de la fama con mi esposa, pero un día me llega una carta: “Vente a la ciudad de inmediato. Necesitamos conversar contigo. Fedosy ha muerto. Trae la mesa y los muñecos –Firman Los Chang”. Me quedé mirando la carta mucho rato, un rato largo más bien.
Ahí estaba yo, de cuerpo presente en el emporio, con todos los muñecos que había tallado Fedosy, al lado de su ataúd entre una multitud de gente diferente que se acercaba a dar el pésame a José. No conocía absolutamente a nadie, a excepción de la chica del vestido rojo. Me planté al lado de José y lo saludé, le di el pésame y me dijo: “pana, los Chang quieren hablar contigo, están detrás del mostrador, en la salita aquella, tú sabes”.

Crucé la misma puerta que no cruzaba hace ya varios años y conversé de todo lo que tenía que conversar con ellos. Les debía lo que tenía, me dijeron, y a Fedosy. Los muñecos le pertenecían y se los tenía que llevar a la tumba, los sombreros también le pertenecían, pero nunca reclamaba las cosas que no le interesaban, así que se los dejas en el ataúd, con los demás, si quieres muñeco tendrás que tallarte uno tú mismo.

La mesa se quedó en la tienda y tuve que volver a la cuidad para emplearme en el emporio de los Chang mientras aprendía cómo tallar madera y hacer un muñeco de ventrílocuo, sin embargo nunca vendí como vendió Fedosy, más bien José se hizo cargo de su parte y yo me quedé en un puestecito mientras construía el muñeco.

Fue un año fuera de todo lo que había probado –escenario, luces, risas, vida de lujo-; otro año más para aprender como tenía que hablar un muñeco de ventrílocuo, aprendiendo a fabricar sus partes, a moverlas de manera correcta, sobre todo su boca.

Hoy he acabado la cara del muñeco y solo estoy esperando que se seque la pintura para poder terminar de montar las partes que faltan. Esta penitencia en el emporio la he sabido cumplir con dignidad, según ellos; según José no tengo alma de vendedor y no sabe por qué los Chang me eligieron para lo que hice, yo no le contesté, no abrí la boca, dejé que los segundos pasaran y me fui de la tienda hasta el otro día. Me fui temprano, porque esa noche me tenía que presentar en el mismo bar en el que empecé, estaba un poco oxidado así que me costó empezar, esta vez no había sombrero –nunca supe como fabricar uno- ni había mesa.

Los Chang me han pedido que escriba este relato para que quede a disposición de quién lo quiera comprar.

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