Microchang

José Urriola


I
Los hermanos Chang no son dos, son cien. Cien hermanos idénticos, clones perfectos de un hijo único clonado 99 veces. Nadie sabe cuál es el Chang original, ni siquiera él mismo o alguno de los otros 99; sólo se sospecha que el primero es ligeramente distinto a los demás. Que es un Chang bueno, que detesta la violencia, eso dicen, pero que cuando se enfurece -cosa que pasa una vez cada cien días- lo hace con la furia concentrada de 99 hombres que han pasado 99 días de abstinencia. Por eso los hermanos Chang andan siempre en pareja, así uno vigila al otro mientras los 98 restantes permanecen narcotizados en una bóveda de seguridad. Y es por eso que los hermanos Chang se cuidan de estar siempre de acuerdo, siempre en sintonía, son igual de benévolos o igual de crueles según la ocasión, no sea cosa que algún detalle deje en evidencia al distinto y entonces haya que tomar medidas radicales.

El fratricidio es un crimen muy mal visto en la familia, sobre todo cuando al hermano se le debe la vida.


II
Hace muchos años un enemigo de los Chang les quiso dar cacería. Cruzó varias razas de perros hasta que dio con una camada de diez cachorros asesinos entrenados para seguir el rastro de los hermanos y, una vez alcanzados, saltarles al cuello para hincarles los colmillos en la tráquea. Cuando los perros fueron adultos y estuvieron debidamente instruidos, el cazador los soltó en el campo y se sentó a esperar sobre una roca. Los perros debían volver al rato con los hocicos llenos de sangre y cada uno con un dedo de los Chang entre los dientes, como prueba de la tarea cumplida. Pero los perros no volvieron y al caer la noche el cazador se cansó de esperar y se fue a casa.

Allí le esperaban sus diez perros. Disecados y colgados como trofeos de caza en la pared de la sala, cada uno con un dedo en las fauces abiertas. El hombre, todo asco y furia, se inclinó para descolgarlos, pero le fue imposible hacerlo con los muñones que ahora tenía por manos.


III
Hubo un hermano Chang poeta. Arthur Chang, se llamaba. Considerado el mejor poeta entre todos los miles de millones de chinos que ha habido a lo largo de la historia. El mejor de todos los millares que han querido ser poetas. A los 19, Arthur Chang, siendo el mejor poeta chino jamás, decidió que ya había dicho todo lo que tenía que decir, que se retiraba de la poesía y se dedicaría al tráfico de armas, a la trata de blancas, a los restaurantes, los talleres mecánicos, los zoológicos, la venta de pantaletas, las peluquerías.


En el año 2146 el gran consejo plenipotenciario de los sabios-militares-neomaoístas decide clonar a Arthur Chang a partir de un pedazo de uña que encuentran por ahí. Sería el primero de una lista de “notables recuperables” para darle lustre a la nación. Apenas el poeta despierta, le preguntan:

—En su vida anterior decidió, siendo muy joven, abandonar la poesía para dedicarse a cosas patéticas.
—Sí, fue un error, lo reconozco.
—Claro, se entiende… era usted demasiado joven y no sabía lo que hacía.
—No, me refiero a que fue un error empeñarme en ser poeta. Ahora que tengo una segunda oportunidad me dedicaré a los negocios mundanos sin perder tiempo.

El consejo de sabios militares deja a Arthur Chang encerrado bajo llave y se reúne. “Hay que eliminar a este tipo, no puede colarse una cosa así a la luz pública”, y acuerdan su ejecución. Pero cuando regresan dispuestos a dormir al monstruo su celda está desierta. Chang se ha esfumado.

Dicen que el poeta Chang logra huir a Venezuela a inicios de 2147. Que monta allá negocios de toda calaña. Que se dedica a las armas, las mujeres, los restaurantes, los animales, las funerarias, las mil y una pillerías. Y también a la poesía, un poco, es que es una tara difícil de erradicar.

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