Editorial mítica



Es por todos sabido que en los Palos Grandes hay unos chinos radicalmente distintos a los chinos que uno conoce. Que allí se come una cosa tan diferente como deliciosa pero quién sabe hecha con qué ingredientes. Lo que seguro nadie sabe es que al fondo de la cocina hay una puerta diminuta donde sólo cabes si entras gateando y que luego de recorrer un túnel húmedo, caliente y resbaloso –sí, se parece a eso que están pensando- se llega hasta una escalera de caracol que sólo se puede subir (y bajar) reptando. Arriba está un cuarto acolchado donde, con camisa de fuerza, habita el chino más viejo y sabio del mundo.

Sólo él podría responder a nuestras preguntas, esas que a nadie podíamos preguntar, mucho menos a los hermanos Chang: ¿Quiénes son ellos? ¿De dónde vienen y por qué? ¿Dónde van (y a dónde nos llevan)? Ya lo saben, las mismas preguntas que nos hemos venido preguntando todos los hombres en todos los tiempos desde los días de la hoguera.

El más anciano, sabio y venerable de los chinos se acomodó en la posición de loto, pidió un cigarrillo (que había que dárselo a fumar bocanada a bocanada) y volteó los globos oculares hacia dentro. Y entonces, en un trance de metralleta, dijo:

Es evidente que los hermanos Chang llegaron en una nave espacial que aterrizó en esta valle antes que los conquistadores, que esa nave nodriza fue cubierta más tarde por los diluvios, se fue cubriendo de lodo, vegetación, animales. Es lo que hoy llaman ustedes el Ávila. Si excavan y buscan bien la encontrarán; pero caerá sobre todos una maldición casi peor que la que ya ustedes están pensando.

Es evidente también que cuando Dios quitó una costilla a Adán para hacer a Eva se dio cuenta de que le sobraba una mitad. Arrancó el pedazo que necesitaba para hacerla a ella y el otro lo lanzó contra el suelo. La media costilla desechada sufrió una fisura pero no se fracturó del todo; y mientras Dios creaba a la primera de las mujeres, su obra más perfecta, el único pedazo de paraíso que conoceremos los hombres en la tierra, no se dio cuenta de que la otra mitad de la costilla también se las arreglaba para respirar. Es evidente que de allí nacieron los Chang.

Es evidente también que nosotros no existimos, que somos el sueño de alguien que nos está soñando. Un sueño simultáneo compartido por dos hombres, dos hermanos. “Chang” en la lengua olvidada de los primeros hombres que habitaron China significa “soñador”.

Se acabó el cigarrillo (bueno, quedaban como tres caladas, pero la verdad es que nos estaba dando cosa que el viejo nos chupara los dedos) y entonces los ojos del anciano volvieron a mirar hacia el frente. “Ahora váyanse y difundan la buena nueva, de lo contrario despertaré a quienes nos sueñan”.

Descendimos por la escalera y atravesamos el túnel de vuelta (es una forma elegante de decirlo, la verdad fue que rodamos todo el trecho y caímos en medio del restorán).

“Es evidente que esto no es flor de ajo”.

“Y es evidente que estas berenjenas están hechas con una asquerosidad deliciosa que es mejor ni preguntar”.

Eso fue lo primero que logramos articular una vez recobrado el aliento y con las servilletas encajadas en el cuello de la camisa.

“Y es evidente que este pana está muy loco”.

“Sí, qué cantidad de disparates. Mejor le preguntamos a los que de verdad saben”.

Y precisamente eso hicimos, le hicimos las mismas preguntas a la gente que realmente sabe. Y si no saben, inventan.

Bienvenidos sean a la Mitología Chang, donde todo el misterio queda científica e históricamente comprobado. Bueno, más o menos...

Fedosy Santaella y José Urriola (mitólogos y mitómanos)

Pero puede ser mentira

María Ignacia Alcalá



I
Yo no sabía que él era él, yo pensaba que era pobre.

Estaba saliendo de una tienda de discos, creo que era lunes. Se acercó y me dijo: pareces un ornitorrinco. Preparé la cara (para advertirle) y la cartera (para darle), pero él no se asustó. Como un ornitorrinco. Tienes tres animales encima, dijo, y me señaló el pecho. Luego bajó la mirada hasta mis pies. Camisa de leopardo y sandalias de cebra: en qué estaba pensando. Pero no me iba a dejar ganar. Son dos nada más, dije. Tu pelo, respondió. Busqué, palpé con la mano y era verdad. Allí estaba un gancho con forma de mariposa; azul bebé, además.

Un hilo me llenó la garganta de repente. Empecé a reírme, primero despacito, luego como una desquiciada. Hubiese seguido hasta llorar, pero vi su cara detrás de mi pelo (ya algunos mechones se me habían escapado). Estaba serio, tenía una expresión de gravedad. Dámelo, dijo. Pareces un ornitorrinco. Esos bichos no tienen salvación. Yo me enderecé, me saqué al tercer animal de la cabeza y se lo entregué como una ofrenda.

Así lo conocí.


II
Lo que hacíamos casi siempre era encontrarnos, comer un helado y meternos a cualquier hotel que se nos atravesara. Vamos a un sitio, decía él. Y ya yo sabía lo que quería.

Hablaba poco y decía cosas raras. Una vez le conté que estaba ayudando a mi sobrina con una tarea. De Geografía, preguntó. No, de Matemáticas, respondí. Qué lástima, dijo. Geografía es mejor. Venezuela es una pistola. Cómo, pregunté yo. Tiene forma de pistola, dijo él. No, vale, protesté. Lo que parece es un rinoceronte. Lo que pasa es que le quitaron una pierna. Más vale una pistola completa que un rinoceronte amputado, dijo él. Y me besó.


A veces no aparecía por meses. A mí me carcomían los celos. Me lo imaginaba engatusando a otras mujeres en tiendas de discos, diciéndoles que parecían animales imposibles. Un día estallé en gritos y le dije, tú crees que yo soy idiota, tú crees que yo nací ayer. Él respondió, a mí me hubiese gustado haber nacido, así fuera ayer.


III
Hotel Golden Star, se llamaba. Y no estaba tan mal. Tenía espejos en el techo (muchos de los lugares a los que habíamos ido ni siquiera tenían bueno el cerrojo). Hablábamos boca arriba como hablándole al cielo. Yo estaba temblando. Tengo un retraso y no pienso abortar, le dije. Los que matan a sus bebés van al infierno. No sabemos si existen cielo o infierno, pero el purgatorio es la tierra, respondió él. Luego se quedó callado. Me puso la mano sobre el vientre y soltó una lágrima desde su ojo derecho. Una lágrima; nada más. Dijo, yo no vine acá a tener hijos. Así no ayudo a nadie. Me besó el cuello, se levantó y empezó a vestirse. Haz lo que te dé la gana, chino maldito, pero yo no aborto ni de vaina, grité yo.

Al día siguiente empecé a sangrar. Y nadie me quita la idea de que él me hizo algo raro.

Pero puede ser mentira.

Más nunca lo vi.


IV
Fue un tiempo después que me enteré del emporio, del hermano, de la mafia y del dinero. Como siempre pasa cuando a uno la destrozan, la ausencia de la persona pesa insoportablemente. Él, que se sentía mínimo entre mis brazos, me parece ahora un gigante legendario.

Y cuando estoy mejor y casi siento que me olvido, veo un letrero a lo lejos.

Un chino en la vidriera

Humberto Valdivieso


Dedicado al gran Leonardo Correa

El 23 de septiembre de 1985 un joven publicista de Shanghái alquiló, en Caracas, la vidriera de una tienda de telas hindúes. Había pasado siete años elaborando una antología de ideas creativas rechazadas por las agencias donde trabajó. Ahora quería hacerlas célebres sin que el pudor lo detuviera. Él llamó a ese ritual: “anunciar los accidentes de la mente”, “divulgar los deseos frustrados”.

Después de haber sido ignorado durante cinco días —salvo por la curiosa mirada de la escritora-bloguera Ana; una chica de ojos grandes, pecas encantadoras y sonrisa inevitable— la gente comenzó a corresponderle pegando, sobre el vidrio, mensajes escritos en post-its de colores. Algunos improvisados evitaron el papel y usaron marcadores y otras formas expresivas adecuadas a la superficie transparente. Cuando el espacio comenzó a saturarse pasaron al mostrador y, también, al piso. Otros prefirieron tomar las columnas y unos más, siguiendo a Ana que ya había dejado, desde el primer día, un mini cuento de amor —llamado “Taste the rainbow”— escribieron sobre el viejo anuncio de neón. Por último, lo hicieron sobre la piel del publicista.

La mayoría de los mensajes eran teléfonos, correos electrónicos, direcciones, ofertas, súplicas, insultos, mini relatos, recetas, eslóganes, haikus y felicitaciones. Debido al éxito obtenido por quien fue llamado “un chino en la vidriera”, los editores del Nuevo Cojo Ilustrado pensaron que había material para hacer un libro sobre la experiencia. Un misterioso fotógrafo de Parque Central, cuyo verdadero oficio era atender una óptica para empleados públicos y estudiantes de letras, quería registrarlo todo. Fedosy Santaella, encargado-invasor de la tienda de telas, no se lo permitió. Los dueños del diario El Nacional quisieron comprar la historia por un precio justo y no los dejaron. El publicista aborrecía la idea de trascender, su propuesta debía ser efímera como un sueño. Años después corrió el rumor de que los vigilantes nocturnos sospechaban de algunos videos hechos desde un celular. Nada de esto fue confirmado y nunca aparecieron en Internet.

El local sufrió remodelaciones a los pocos días de terminar la experiencia. Lo que había sobre la piel del joven quedó borrado por la lengua de dos adolescentes nicaraguences. Ilegalmente fueron contratadas en el Bar Topeka por un hermano mafioso del publicista.

Como siempre ocurre, aquel joven de Shanghái fue olvidado con rapidez. No obstante, él guardó casi todo en su memoria, incluyendo el sabor de aquellas lenguas. Ya viejo y perdido en un suburbio latinoamericano escribió una obra insólita: Tratado sobre el consumo y la inocencia. Acompañó sus reflexiones con algunos ejemplos recibidos por e-mail.


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Nota Bene:

Fedosy Santaella, el encargado-invasor de la tienda, parece coincidir con un escritor ucraniano, quizá lituano, que en 1980 ya usaba Internet. También se sospecha de su complicidad con el fotógrafo-optometrista, apodado El Ilustre, en el robo de todo el material del joven chino. Santaella publicó, en la primera década del siglo XXI, un suspicaz blog con escritos apócrifos firmados por identidades sustitutas. Él era un tipo difícil de descifrar. Hay quien afirma que en verdad era muy viejo y ya durante el gobierno de Gómez corría con una capa por El Silencio.

Con respecto al fotógrafo-optometrista quedan muchas dudas. Algunos datos de su pasado estaban sacados de la sección de sucesos de Últimas Noticias. Al parecer fue declarado proscrito en el 2000. El 17 de octubre de 2004 lo acusaron de quemar la Torre Este de Parque Central. Con anterioridad se le había señalado de desaparecer, durante los 90, a un guardaespaldas de Santaella apodado El Conde. Una bruja filipina negó todo eso y, en un trance, afirmó que El Ilustre era un viajero del tiempo encargado de buscar datos para el Apocalipsis. Ella jura haberlo escuchado hablar en arameo ciertas noches de solsticio en las que hicieron el amor.

I Ching Chang

Cinzia Ricciuti



4. MENG – La Necedad
Voy tranquila con mi mueca de Monalisa, nadie sabe lo que siento, todo es perfecto, llevo mi intuición por dentro y mi belleza por fuera. Consigo lo que me propongo, no hay poema que se me resista, sé escribir muy bien, manejo varios idiomas, me siento cómoda en el lenguaje, soy muy inteligente. Además visto varias máscaras dependiendo del ambiente en el que me mueva, nunca pierdo la compostura ni el glamour.


47. K’UN – La Opresión
Estoy sola. El instinto ya no me funciona. No tengo fe. Soy la madre universal de las preguntas sin respuesta. Envejezco, mis párpados caen, se sienten cansados. Soy tan patética que consulto todo tipo de oráculos, sin creer en ellos y sin que nadie sepa. Busco respuestas muertas que me ayuden a terminar de ahogarme de una buena vez.


55. FONG – La Abundancia
Yo sé como tener buen sexo. Es cosa simple. Hay que saber amoldarse, nuestra carne es maleable, hay que saber moverla. Me encantan los orgasmos. Uno, dos, tres, seis…y aquellos que se sostienen en los minutos, los que nos hacen creer que ese otro mundo existe, los que nos despegan de este infierno. El sexo, como la comida, son buenos, especialmente porque en ellos no se habla, las palabras se van, reculan, ellas saben cuando no protagonizan.


45. TS’UI – La Reunión
Soy muy pobre. Me volví loca hace mucho tiempo, de hecho este escrito no es algo que yo piense. Alguien se está proyectando en mi mente, buscando razones para mi comportamiento. Eso me da risa. La que escribe por mí no entiende por qué muevo tanto la escoba de aqui para allá. Es que yo barro la calle, nadie me paga, sólo lo hago porque estoy loca y porque me divierto cuando la señora se entristece por mí.


62. HSIAO KUO – La Preponderancia de lo Pequeño
Me levanto y busco el I Ching. Me gusta el estruendo de las monedas en la mesa. Me excita no saber cual combinación saldrá. Las líneas mutantes son como una profecía por entregas. Ellas me llevarán saltando de un hexagrama al otro y yo calmaré mi sed de futuro leyendo de cosechas de trigo, vacas, partos, mujeres virtuosas y hombres sabios. Me siento niña al querer delegar responsabilidades en un libro de hace tres mil años pero igual continúo.

36. MING I – El Oscurecimiento de la Luz
En el fondo la ficción no me atrae. Los mundos fantásticos sólo son escapes. Los fuertes no desean la fuga, se baten en la realidad. Pero estoy seca, sortear la muerte respirando es difícil y entonces lloro con el ventilador pegado a la cara. Me prometo amar más, abrazar más, oír más, mientras veo dragones que me quemarán para comerme.


59. HUAN – La Disolución
Gritaría pero no me atrevo, entonces suspiro, con los ojos hacia el piso, esperando caricias; parezco perro. Recibo elogios tímidos, medias sonrisas, medias verdades. También amputan, me cortan la boca, me mandan a callar. ¿Será que eso quiero? No lo sé. Hace tiempo que no sé nada. La sabiduría es transitoria, como la vida. La sabiduría libera e incomoda. La sabiduría se transforma en un caldo extraño y se mezcla con la brutalidad.

Falsas apariencias

Pedro Plaza Salvati


I

Me reuní en la Saint Honoré en Los Palos Grandes. Constantino era su nombre, y había sido editor de textos de literatura contemporánea china. Tengo algo importante que contarte, Roger. Están por venirse a Venezuela. ¿De qué me hablas? Chang, los hermanos Chang; dos escritores perseguidos del régimen comunista-capitalista de China, que han venido a buscar refugio en Venezuela. Publicaron una obra titulada La lumpia y la política: envoltorios ideológicos, premiada en China clandestinamente. Desde esa publicación el Gobierno chino los persigue. Tuvieron que escapar del país. Un ejemplar traducido al inglés llegó a mis manos: son unos escritores extraordinarios. Me enteré, a través de un amigo que vive en Nueva York, que se venían a Venezuela o que ya tenían algún tiempo acá. Sigue, sigue, es interesante. Según esta fuente, tienen listo un segundo libro: El wonton que flota: aventuras sin censura. El asunto es que quiero la primicia mundial y los derechos de autor. Hay que aprovechar que encontraron refugio en Venezuela, traducir ese libro al español y publicarlo. ¿Y por qué me has elegido a mí para esta misión? Yo no soy ni detective ni nada parecido. Mira Roger, no te menosprecies, no conozco a nadie más apasionado que tú por la literatura. Si bien no te atreves a escribir, eres la persona que más sabe sobre libros; siempre te lo he dicho. Además, eres meticuloso y… Bien, bien, gracias por la confianza. ¿Por dónde empiezo? En el momento en que hago esta pregunta, me doy cuenta que estamos rodeados de chinos en la Saint-Honoré: jóvenes asiáticos de fachada cosmopolita; pelos respingados hacia arriba con toques fluorescentes; camisas a rayas; zapatos de goma multicolores; retazos de cuero negro en la cintura. Esto como que va a ser difícil, digo. Sí, no va a ser fácil, responde Constantino. Primero porque no sabemos si ya llegaron al país, y segundo, porque hay muchos; esta urbanización les encanta, es como el Chinatown de Caracas. Eso sí, te recomiendo que no busques en los lugares tradicionales chinos: no los vas a encontrar en una cocina; o de mesoneros tomando una orden; o metidos en los sitios de juegos clandestinos. Estos son escritores, intelectuales. Está bien, pero no te he hecho una pregunta importante, Constantino. Soy todo oído. ¿Cómo es que estos libros son de dos autores? Aaaah, buena pregunta. Ese es otro elemento de mercadeo para la casa editorial, ya sabes que cumplimos 50 años en el mercado… Sí, lo sé, disculpa si soy rudo, pero por favor no te desvíes de la respuesta. Está bien: no es que se trate de una alianza estilo Borges-Bioy Casares (escucho la risa esteriotipada de Constantino: jo, jo, jo, jo, jo; como si lo de los escritores argentinos fuese una brillante ocurrencia). Al parecer, los hermanos Chang tienen una técnica de escritura particular: uno escribe una cuartilla y el otro la cuartilla siguiente, y así se van alternando, como si sus inconscientes estuviesen conectados por un cordón umbilical invisible; quizás producto de haber compartido el mismo útero. El resultado es de una riqueza narrativa extraordinaria, con cambios de puntos de vista de narrador que Bryce Echenique se bajaría las pantalones. Vamos, no lo irrespetes, sabemos que se metió a plagiario después de viejo y consagrado, pero es uno de mis ídolos. Ay sí, «Martín, el exagerado»… Ah, no perdón, Roger, jo, jo, jo, jo.jo. Bueno, ¿qué recibo yo a cambio por esta misión? Te garantizo treinta por ciento de las utilidades de la venta futura de los libros... ¡Trato hecho!


II
Estreché su mano y salí de la Saint Honoré tan atiborrado de harina, azúcares y grasa que ya sentía que se me bloqueaban las arterias. Caminé hacia la estación de metro de Plaza Altamira. En el camino me tropecé con más chinos; éstos con aspectos de ejecutivos o empleados de empresas trasnacionales, con un andar relajado, decidido, feliz. Así estará de jodido el asunto en China que aquí muestran una plenitud extraña, ajena a los caraqueños. Decidí investigar en Internet. ¿Constantino no lo habría hecho? ¿Me estaba sometiendo a una prueba maliciosa? Claro que él estaba formado a la antigua, usaba las computadoras por obligación; por los gajes del oficio. Pero era extraño que no hubiese encontrado nada en la red… Yo no iba a pedir ayuda de nadie. Los detectives se han vuelto seres inútiles con el Internet y los blackberrys. Llegué a mi apartamento. Me puse a averiguar el origen del apellido Chang. Constantino no me había dado ni fotos ni pistas por dónde empezar, pero él confiaba en mi obsesión por los detalles. El problema era que los rostros orientales se me confundían. Aunque sabía de las supuestas diferencias radicales entre un coreano, un tailandés, un japonés y un chino, yo no estaba, por más meticuloso que fuese, al tanto de cómo distinguirlas. Tenía entendido que la comunidad asiática más grande en Caracas era la china. Busqué el origen del apellido Chang:

La gente de China ama sus apellidos, debido a la importancia que tiene la relación con los antepasados: Cada persona llega al mundo porque otros estuvieron antes en él, y todo lo bueno o malo que hicieron en vida queda como herencia para sus descendientes. El prestigio o desprestigio de un sujeto puede ser una bendición o maldición para las generaciones que lo siguen. Por eso, un apellido puede ser una buena marca o un estigma… El Libro de los Apellidos recoge los cien más comunes de toda China. En realidad existen por lo menos cinco o seis mil apellidos. El mandarín es el idioma oficial para toda la nación…Chang, uno de los tres apellidos más comunes en China, es considerado «marcial». Un tercio de los famosos Chang de la historia han sido figuras militares.

III
¡No puedes ser! Chang: uno de los tres apellidos más comunes en China. ¿Cómo voy a conseguir a estos hermanitos? Sin muchas esperanzas me fui de nuevo a Google: «Chang escritores Venezuela», que se trasmutó en «Chang escritores International». Hago click. Para mi sorpresa me encuentro, así de fácil, con los hermanos Chang. ¡Pero si son unos carajitos! Parecían miembros de equipos infantiles de fútbol. El más pequeño vestía con camisa azul, y el otro portaba una camisa blanca. A ambos le colgaban sendas medallas como si uno hubiese quedado en primer lugar y el otro en segundo; como capitanes de equipos al terminar un torneo infantil. Lo que me pareció extraño es que la foto tenía una pared blanca de fondo y una mata. No era el lugar apropiado para una premiación de un torneo de fútbol. Además, estaban bien peinados y bañaditos. ¿Quién se va a arreglar de esa manera luego de un partido de futbol? Tenía que ser otro tipo de medalla, pero no lograba distinguir la leyenda inscrita en ellas. Supuse entonces que debía ser un premio literario. Porque además, la foto en Internet iba acompañada de la siguiente frase: Mecenas del vicio y de cuanto dislate se nos ponga por delante, lo cual supuse una extravagancia literaria o una invocación a la decadencia y la perdición; un llamado a lo Bukowski… Pero, ¿serían estos niños unos genios? Traté de encontrar alguna dirección. Leo en los datos personales: Sector: Agricultura; Ubicación: Afganistán. Pensé de inmediato que tenía que ser un despiste para que las autoridades chinas no dieran con ellos. ¿Pero qué significaban esas claves? Agri: debía referirse a Venezuela; todo estaba agrio en el país. Cultura: claro, eran escritores. Afganistán: una metáfora de la situación política del país. Sí: debían estar en Venezuela. Seguí buscando. Había una foto de un grupo de niños chinos al lado de «Emporio Chang». Decidí que esa podría ser la clave: «Emporio Chang». Hice click y apareció un artículo de María Teresa Arbeláez que decía: «Comenzaron con el Taller los Hermanos Chang C.A.». Busqué el link del taller que exhibía una imposible lista de trabajos y actividades, hasta para las grandes empresas trasnacionales. Tenía que ser otro despiste para las autoridades chinas. Trataban de aparentar que el taller era mecánico, pero encontré una frase clave: «¿De qué va el pasquín? De todo menos LIERATURA, aunque uno nunca sabe y a lo mejor se nos cuela la mentada sin darnos cuentas». ¡Están pillados!, me dije. Además, Constantino estaba equivocado, porque si el Taller comenzó en febrero del año 2006, según las fuentes, debían tener más tiempo en Venezuela del que se pensaba; entregados, quizás en anonimato, a la gesta necesaria de toda buena novela. Hablé con un amigo abogado y me hizo el favor de encontrar los datos en el registro mercantil de la empresa «Taller de los Hermanos Chang, Compañía Anónima», y la dirección que averiguó quién sabe donde.


IV
¿Cómo sería el encuentro? Tomé el carro y conduje hasta una calle ciega en la urbanización Chuao. El lugar se respiraba apacible. Un oasis en medio de la ciudad turbulenta. Me estacioné. Toqué el timbre. Estoy interesado en el taller de los hermanos Chang. ¿Tiene su contraseña? Me quedé frío pero se me ocurrió decir, impulsivo: ¡Wonton!, por lo del título del libro nuevo. No ese no es, ese fue de otro taller ¡Lumpia!, por lo del primer libro aclamado. No, amigo, tiene sólo un nuevo intento. ¡Costillita! Pase adelante. Me encontré con dos ascensores y una cantidad enorme de reglas estampadas en papeles autoritarios. Decidí subir a pie. Esos pocos escalones se me hicieron largos, pensando en cómo debía afrontar a estos notables escritores, si en realidad allí se encontraban. Tenían que hablar español; pero claro, dictaban un taller literario. Llegué hasta el apartamento y toqué la puerta. Repita contraseña: ¡Costillita! Una señora negra de rostro amable abrió la puerta junto a un perro que ladraba en silencio; como si no tuviera cuerdas vocales. ¡Archi, tranquilo!, le dijo la señora. El lugar estaba repleto de libros y decoraciones chinas. Había un dragón amarillo de papel guindado del centro del techo que giraba con el viento que provenía de las ventanas abiertas. Al fondo había una enorme mesa redonda, con dos gatos debajo de la misma y dos adultos de espalda: uno escribía una página en la computadora, se paraba de golpe al terminarla, cedía el asiento, y el otro escribía la siguiente página, ambos a una velocidad vertiginosa. Transcurrido unos minutos, aclaré la garganta. Giraron sus cabezas sincronizadas, de inmediato, en direcciones opuestas. No eran los niños de la foto… Me llamo Roger, busco a los hermanos Chang. ¡Somos nosotros!, respondieron en coro. No, no me entienden. Busco a dos niños chinos. Ustedes son grandes, digamos que bastante occidentales. El mundo no es lo que aparenta, me dijo uno de ellos, el de barbita. Sí, sí El Libro de las ilusiones, Paul Auster, dijo el otro. El mundo no es lo que aparenta, me repitió. En ese momento sonó el timbre y se escuchó a través del intercomunicador una voz de tono grave : «Busco a los señores Santaella y Urriola». Al escuchar los apellidos, de golpe, me di cuenta quien era uno de ellos y se me ocurrió provocarlos: ¡Impostores!, y luego añadí: ¡Rocanegras, Piedras Lunares, Las peripecias inéditas...! Sí, Impostura de Vila-Matas, me respondió el otro, que todavía no reconocía de rostro, y que ya me empezaba a molestar con sus odiosas citas literarias de nombres de libros y autores. Por eliminación, debía ser Urriola, porque el del candado sobre la cara era Santaella, sin lugar a dudas. Este me dijo cortante: No podemos recibirlo ahora; han venido a buscarnos. Roger, Roger, Roger, ¿ese es su nombre, cierto?, intervino Urriola, y luego: Pájaros a punto de volar, de Patricia Highsmith. Me había salido una vez más con una de sus citas estúpidas y, en apariencia, extemporáneas. Se fueron hacia un pasillo que debía conducir a las habitaciones y escuché unos golpes, mientras me imaginaba al visitante que se aproximaba. La señora que me recibió me abrió la puerta y me hizo un gesto, medio despreciativo y apurado, esta vez, para que me retirara. A la salida estaba la foto original de los hermanos Chang que había visto en Internet, pero enmarcada. Tenía una leyenda que aparecía debajo de la foto que logré leer en medio de la salida intempestiva:

«Acto de premiación de La lumpia y la política: envoltorios ideológicos, Shangai, 2005». La señora quitó el cuadro de la pared.

Bajé las escaleras.

Vengando a Rousselot

Fedosy Santaella



Supongamos que el Chino Chang se da cuenta de que está enamorado de Mónica, dama de compañía y magnífica italiana de cuerpo y rasgos similares a los de la Bellucci. No obstante, Mónica ha aprendido que su oficio es eterno y que en la eternidad el amor es una quimera, o incluso una maldición. Ni siquiera la oscura gloria del Chino Chang puede doblegar dicha convicción, él lo sabe, y le cuesta resignarse, y no obligar, y no destruir el objeto amado. Más complicada se vuelve la situación cuando se entera de que su hermano, el otro Chino Chang, también le ha dado por solicitar los servicios de Mónica. A todas luces es lógico, el único dueño de la dama es el dinero. El Chino Chang Enamorado decide entonces apartarse, tomar unas vacaciones. Los hermanos Chang no se guardan secretos en los negocios ni en la vida personal, pero el Chino Chang Enamorado prefiere esta vez ocultar los verdaderos motivos con excusas de agotamiento, de cansancio, incluso de horror laboral.

—Es que, hermano, te soy sincero, lo que pasó en el puerto de La Guaira me golpeó muy duro —y al decir esto recuerda el contenedor que se balanceaba entre el muelle y el barco, el descontrol del spreader, las puertas mal cerradas que se abrieron, los cuerpos que empezaron a llover. Decenas de cuerpos, como maniquíes, que no eran maniquíes, porque al tocar el suelo sus cabezas se partían. Hombres, mujeres, niños. Los chinos con un solo nombre y un solo pasaporte, los chinos que no mueren nunca, los chinos eternos y que no tienen cementerio ni velatorio en ninguna parte del mundo, o por lo menos no en La Guaira ni en Caracas, porque ellos o sus familiares pagaron para ser enterrados en su tierra, en la lejana China. El hecho es que el Chino Chang estaba allí ese día, disfrazado de obrero para controlar la operación de cerca, y terminó presenciando la tétrica escena. Le dieron arcadas, por primera vez en su vida le dieron arcadas y se puso pálido. Un caletero (más tarde supo que su apellido era Satiano o Saviani), notó su estado, lo sostuvo de un brazo y lo llevó aparte. Por ese sencillo favor, Satiano o Saviani recibiría luego un bolso deportivo con diez mil dólares adentro, y un papelito que decía «Gracias por los favores recibidos».

El otro Chang le dice que comprende, que él también estaba ese día, a distancia, como bien sabe, controlando otra situación. Que se llenó de horror incluso desde lejos, que no se quiere imaginar si hubiera visto en primer plano la caída de los cuerpos. Es una conversación extraña entre dos hombres para quienes la muerte y la atrocidad son asuntos cotidianos. Pero sin duda una cosa es matar y torturar, y otra ver llover a los muertos de la esperanza póstuma.

Digamos que el Chino Chang Enamorado deja el sitio sin despertar sospechas en su hermano gemelo, y al día siguiente en la madrugada toma un avión rumbo a París, esa ciudad que mitiga los dolores. Así lo siente desde los tiempos en que él y su hermano pasaron de Asia a Europa y vagaron por ella, jóvenes y miserables, buscando el mal que no se les había perdido. Desde entonces, París le parece una ciudad cargada de irrealidad con el don de transmutar a las personas, de convertirlas en felices imaginaciones de sí mismas.

El Chino Chang llega tarde en la noche al Hotel de Crillon en la Plaza de la Concorde. Al día siguiente ya se dedica a vagar por las calles. No tiene plan, no lo quiere, no lo necesita. Hacia las once de la mañana busca resguardo en la terraza de un café del boulevard Saint-Germain. Pide una cerveza y se dedica a contemplar. Le llama la atención un hombre que está sentado un poco más allá, encorvado, ojeroso, como derrotado. El hombre lo incomoda, lo saca de su esfera de irrealidad, le devuelve el recuerdo de Mónica, la imagen de ella desnuda, en cuatro, y él arremetiéndola con furia. Pero en realidad no es él, es su hermano gemelo quien propina los embates. La otredad lo golpea, odia esa sensación de estar y no estar, de saber que en alguna parte de este mundo alguien exactamente igual a él se come a dentelladas la carne de la mujer amada.

Hagamos ahora que el Chino Chang se ponga de pie, que se acerque a la mesa del hombre acongojado y que se siente sin pedir permiso. El hombre acongojado se le queda viendo con una pasividad retadora, como si invitara a matarlo. El Chino Chang le habla en español, entre dientes, arrastrando las palabras. Le gusta el español para estos casos; es un idioma sonoro, punzante, movido, agresivo. El arte de la amenaza no está en lo dicho, sino en la forma, en el estilo, en el horror de lo desconocido.

El hombre acongojado hace una media sonrisa y, sin apartar la mirada, responde en el mismo idioma:

—Haz lo que quieras, lo único cierto es la muerte.

El Chino Chang no acusa la sorpresa idiomática. El hombre acongojado se toma un trago y agrega:

—¿Cuántos hombres en la vida se encuentran con su alter ego, ese gemelo en las circunstancias que se convierte en pesadilla cuando habita en él una profunda malicia?

El silencio, excelente interlocutor, le abre las puertas del desahogo al hombre acongojado. Dice llamarse Álvaro Rousselot, escritor argentino que llegó a París en la búsqueda de un hombre, un director de cine francés de apellido Morini. Este Morini le había plagiado a Rousselot dos de sus novelas, publicadas en Argentina, pero desafortunadamente traducidas al francés por pequeñas editoriales parisinas. Aquel Morini había tomado sus historias y las había convertido en películas, con variaciones al principio y al final quizás para cubrirse las espaldas, pero manteniéndolas similares, muy similares, en el centro. Rousselot había pensado en demandar a Morini, pero al final desistió. No era un hombre con fuerzas suficientes para sobrevivir en el escándalo. Con el tiempo se le presentó la oportunidad de asistir a una convención literaria en Europa, y así fue cómo concibió la idea de viajar a París luego de la convención. Una vez en la ciudad, algunas piruetas del azar o quién sabe si del destino le aportaron el teléfono de la casa de Morini. La historia tomó su curso hacia un pequeño hotel en Le Hamel, donde Morini había ido a pasar unos días con sus padres, cuidadores sempiternos del lugar. Allí, en el vestíbulo de aquel hotel fuera de temporada, Morini le respondió con una exclamación que fue como un grito, y con una carrera hacia el interior de las instalaciones. Minutos después Rousselot le dejó un papelito con la dirección de su hotel en París; su más grave error, pues la historia no concluyó en este punto. Ya en París, Morini lo buscó, lo llevó a comer, hizo amistad con él como si nunca hubiera ocurrido el plagio. De hecho, nunca se habló de ello, pero a Rousselot poco le importó. Al fin y al cabo, Morini había sido su lector ideal, el espejo donde se mira el autor, el co-autor de sus novelas, Rousselot mismo en el cuerpo de otro. Más le hubiera valido una comunión menos excepcional. Por aquellos días, Rousselot se había enamorado de una puta de nombre Simone (supongamos que acá el rostro del Chino Chang hace una levísima contracción, algo así como un parpadeo, un parpadeo de rostro, si se puede decir), y por causa de ella aún permanecía en París. De ella y de Morini, que no lo dejaba ni un instante, y que en más de una ocasión lo acompañó con Simone a comer o a tomar tragos. Una tarde, Simone no apareció. De Morini tampoco supo nada. Al día siguiente, en la mañana, Simone le dijo al teléfono que no podían verse más. Rousselot no pidió razones. No hacía falta. Desde entonces, no los ha vuelto a ver; desde entonces, vaga por las calles, con esa cara, con ese desaliento.

El Chino Chang aprieta los dientes. Está lleno de rabia. Le dice a Rousselot que lo deje encargarse de todo.

—Tú dijiste que lo único cierto es la muerte —agrega para terminar.
—Sí —responde Rousselot y le escribe en una servilleta la dirección de la casa de Simone—. Ahí deben estar.
—No nos veremos nunca más —dice el Chino Chang. Sin más se pone de pie y se aleja.

Ya en el asiento trasero de un taxi le entrega el papelito al conductor. Durante todo el recorrido mira pasar una sucesión de fachadas de estudio cinematográfico, opacas aproximaciones de los barrios parisinos, lugares comunes del recuerdo. Finalmente el taxi se detiene frente a un edificio de cuatro pisos. No hay ascensor, y el Chino Chang sube las escaleras sin reposo, de a dos en dos. Va tan deprisa que no ve a una vieja que baja con un niño rubio en brazos. Tropiezan y la vieja suelta una queja, pero él sigue como si nada. Llega al número, a la puerta. Agarra aire, se limpia el sudor de las sienes y se inventa una grata sonrisa. Entonces llama a la puerta y unos segundos después está ante él un hombre alto, delgado, de grandes lentes redondos, melena desmarañada y ojos profundamente caninos.

—¿Morini?
—No, Roberto —dice el hombre con el tono hastiado de una voz ronca y ahogada que al Chino Chang se le antoja condimentada de cierto dejo español y algo de sureño. Quiere decir algo más, pero el hombre empieza a retroceder a tiempo que va cerrando. Al ver aquello, el Chino Chang le da una patada a la puerta. El hombre trastabilla hacia atrás, confundido, los brazos estirados, como buscando un asidero. Cuando ya casi recupera el equilibrio, el Chino Chang se le encima y le clava un golpe en el pecho.
—¡Ostias, coño! —grita el otro y cae de nalgas.

Al Chino Chang no le importa quién es el hombre, ni qué carajos hace ahí. Pero sí tiene la certeza de que está relacionado con Morini. Todos estos años oliendo sangre, maldad y miedo han ayudado a conformarle un magnífico sexto sentido.

—¿Dónde está Morini? —pregunta en español.
—¡Pero qué carajos! —gruñe el hombre en el piso e intenta ponerse de pie, pero el Chino Chang lo aplasta con uno de sus zapatos, se inclina y, de un puñetazo, le parte el puente de los anteojos. La nariz del hombre que dice llamarse Roberto comienza a sangrar por fuera y por dentro. El Chino Chang le da un puntapié en el estómago y el hombre se repliega como una oruga.

—Morini —dice el Chino Chang.
—Te mando Rousselot, ¿verdad? Ese maricón quejica.

El Chino Chang le propina otra patada en el abdomen. El hombre responde con un grito de dolor.

—Por Dios, que estoy enfermo —dice.

El Chino Chang toma rumbo hacia una habitación que claramente se distingue como la cocina. Abre gavetas, consigue un cuchillo de carnicero, vuelve a la sala. Se encuentra con que el hombre intenta ponerse de pie, ya está de rodillas. El Chino Chang se le va por detrás y le acomoda la punta de su zapato en la entrepierna. El hombre cae hacia adelante; el dolor no lo deja gritar. El Chino Chang se inclina y, con la punta del cuchillo sostenida sobre el labio inferior del hombre, repite el apellido del director francés. Luego se aleja y se sienta en un sofá. Cuando le parece que el hombre que dice llamarse Roberto ha recuperado un poco el aliento, lo suficiente como para hablar, se vuelve a poner de pie y se le acerca. Pero esta vez no hace nada, sino que se queda allí, con el cuchillo en la mano, en silencio. El hombre alza la vista, en sus ojos hay odio y temor.

—Me siento como un tira… yo siempre quise ser un tira —dice el hombre.

El Chino Chang flexiona las rodillas, baja. El hombre continúa:

—Yo sabía que ese cuento no iba a acabar en el hotel de Le Hamel. Morini no podía quedarse tranquilo. Siempre tiene que seguir, es un artista, no lo puede evitar. —El cuchillo está ahora frente a los ojos del hombre, quien, sin apartar la vista bizca de aquel close-up filoso, continúa—: Entiendo, sí, no estás para diálogos. Yo tampoco.

Entonces aquel que dice llamarse Roberto le da el nombre de una calle, un número de edificio y otro de apartamento. Le dice que es cerca, que apenas salga tome hacia la izquierda, que camine cinco calles más abajo y que agarre hacia la derecha en la esquina, luego tres derechas más en las esquinas inmediatas, y unos cien metros más adelante ya estará en el sitio. El Chino Chang lo ayuda a incorporarse, le sirve de soporte hasta el sofá y allí lo deja. Hace una inclinación y el hombre dice no sin esfuerzo:

—De nada, más bien gracias a usted… Ya lo dije, siempre quise sentirme como un tira.
—¿Qué coño es un tira?
—Un policía.
—Un policía apaleado.
—Sí, pero un tira apaleado es menos vergonzoso que un escritor apaleado.
—¿No será al revés?
—No, coño, nunca. Un tira apaleado cumple con su deber.
—¿Y el escritor?
—Un escritor apaleado es un imbécil más.
—¿Y usted es escritor?

El que dice llamarse Roberto se le queda viendo retador.

—Ese no es su problema —responde.

El Chino Chang se encoge de hombros. El hombre le cae bien.

—Todo un tira —dice.
—Todo un tira, coño.

El Chino Chang sale de la casa; no tiene tiempo de seguir jugando a los diálogos. Algo más importante, más excitante, más liberador lo espera en otra parte. Toma la ruta de la izquierda. Camina apresurado. Cinco calles, cuatro derechas, cien metros más y por fin el nombre de la calle, el número de un edificio. El tal Morini hasta tuvo el descaro de mudarse cerca de la casa de Simone, piensa el Chino Chang, y digamos que ahora entra al edificio, sube las escaleras de dos en dos y llega hasta la puerta con el número señalado.

Con el cuchillo oculto por detrás, toca sin violencia. La puerta se abre y aparece un hombre. El Chino Chang se detiene por un instante. El hombre le parece familiar. Quizás, de tanto hablar de Morini, él terminó prefigurándose un rostro que, por increíble casualidad, es el mismo que ahora tiene enfrente. Pero es que, en definitiva, aquel personaje tiene cara de Morini. Los nombres, por lo general, se parecen a sus caras; los nombres son las primeras mascotas del alma.

Sin más, el Chino Chang saca el arma y se la clava a Morini en el estómago. Luego lo empuja y entra. Adentro, una mujer está en el medio de la sala con una taza de té en la mano. No termina de asimilar la situación, lo grave que resulta. Cuando se da cuenta, grita y deja caer la taza de té. El Chino Chang, algo mareado por el arrebato de la excitación, se lanza sobre ella, la ataja por los cabellos y la hala. El rostro de la mujer se vuelve una estela en el recorrido hacia su cuerpo. El Chino Chang frunce el ceño; ella también le parece vagamente conocida. O quizás no, quizás ha sido esa estela que en su opacidad puede ser uno o mil rostros. Pero la estela ya deja de ser y ahora se ha transformado en un rostro definido, en un cuello que palpita. El Chino Chang sonríe una vez más y alza el cuchillo. Se siente bien, se siente como nunca.

Microchang

José Urriola


I
Los hermanos Chang no son dos, son cien. Cien hermanos idénticos, clones perfectos de un hijo único clonado 99 veces. Nadie sabe cuál es el Chang original, ni siquiera él mismo o alguno de los otros 99; sólo se sospecha que el primero es ligeramente distinto a los demás. Que es un Chang bueno, que detesta la violencia, eso dicen, pero que cuando se enfurece -cosa que pasa una vez cada cien días- lo hace con la furia concentrada de 99 hombres que han pasado 99 días de abstinencia. Por eso los hermanos Chang andan siempre en pareja, así uno vigila al otro mientras los 98 restantes permanecen narcotizados en una bóveda de seguridad. Y es por eso que los hermanos Chang se cuidan de estar siempre de acuerdo, siempre en sintonía, son igual de benévolos o igual de crueles según la ocasión, no sea cosa que algún detalle deje en evidencia al distinto y entonces haya que tomar medidas radicales.

El fratricidio es un crimen muy mal visto en la familia, sobre todo cuando al hermano se le debe la vida.


II
Hace muchos años un enemigo de los Chang les quiso dar cacería. Cruzó varias razas de perros hasta que dio con una camada de diez cachorros asesinos entrenados para seguir el rastro de los hermanos y, una vez alcanzados, saltarles al cuello para hincarles los colmillos en la tráquea. Cuando los perros fueron adultos y estuvieron debidamente instruidos, el cazador los soltó en el campo y se sentó a esperar sobre una roca. Los perros debían volver al rato con los hocicos llenos de sangre y cada uno con un dedo de los Chang entre los dientes, como prueba de la tarea cumplida. Pero los perros no volvieron y al caer la noche el cazador se cansó de esperar y se fue a casa.

Allí le esperaban sus diez perros. Disecados y colgados como trofeos de caza en la pared de la sala, cada uno con un dedo en las fauces abiertas. El hombre, todo asco y furia, se inclinó para descolgarlos, pero le fue imposible hacerlo con los muñones que ahora tenía por manos.


III
Hubo un hermano Chang poeta. Arthur Chang, se llamaba. Considerado el mejor poeta entre todos los miles de millones de chinos que ha habido a lo largo de la historia. El mejor de todos los millares que han querido ser poetas. A los 19, Arthur Chang, siendo el mejor poeta chino jamás, decidió que ya había dicho todo lo que tenía que decir, que se retiraba de la poesía y se dedicaría al tráfico de armas, a la trata de blancas, a los restaurantes, los talleres mecánicos, los zoológicos, la venta de pantaletas, las peluquerías.


En el año 2146 el gran consejo plenipotenciario de los sabios-militares-neomaoístas decide clonar a Arthur Chang a partir de un pedazo de uña que encuentran por ahí. Sería el primero de una lista de “notables recuperables” para darle lustre a la nación. Apenas el poeta despierta, le preguntan:

—En su vida anterior decidió, siendo muy joven, abandonar la poesía para dedicarse a cosas patéticas.
—Sí, fue un error, lo reconozco.
—Claro, se entiende… era usted demasiado joven y no sabía lo que hacía.
—No, me refiero a que fue un error empeñarme en ser poeta. Ahora que tengo una segunda oportunidad me dedicaré a los negocios mundanos sin perder tiempo.

El consejo de sabios militares deja a Arthur Chang encerrado bajo llave y se reúne. “Hay que eliminar a este tipo, no puede colarse una cosa así a la luz pública”, y acuerdan su ejecución. Pero cuando regresan dispuestos a dormir al monstruo su celda está desierta. Chang se ha esfumado.

Dicen que el poeta Chang logra huir a Venezuela a inicios de 2147. Que monta allá negocios de toda calaña. Que se dedica a las armas, las mujeres, los restaurantes, los animales, las funerarias, las mil y una pillerías. Y también a la poesía, un poco, es que es una tara difícil de erradicar.

Otra vez los juguetes

Roberto Echeto



Cada persona le otorga su propia simbología a los juguetes. Por eso podríamos afirmar que estamos hablando de artefactos poéticos, de objetos cuyo sentido permanece abierto hasta que cada quien los llena de significado en un espacio vital que tiene sus propias reglas: el juego.

Los niños son poetas sin canas.

Es curioso, pero sólo se nos permite jugar, tener miradas particulares del mundo y hacer las conexiones que se nos vengan en gana, cuando somos niños. Después no. Después cuadricúlate, empequeñécete, abúrrete, enciérrate en tu oficina y ponte a hacer cuadros de Excel hasta que te broten de las orejas.

Daniela fue a la despensa, sacó un frasco de miel y, con una brocha, ungió todo el cuerpo del Max Steel de su hermano mayor.

Sólo cuando las hormigas cubrieron al muñeco, la niña buscó la cámara de su papá y comenzó a tomar fotos.

Entre el arte y el juego existe una hermandad cifrada en dos detalles: 1) Ambos alejan a las personas de ese laberinto en línea recta que es la vida cotidiana y 2) El objetivo de ambos es producir algo nuevo con aquello que se tiene entre manos.

Ya decía yo que entre un chamo disfrazado de bombero y un sujeto que hace esculturas en hierro forjado, no hay muchas diferencias.

Para no morir de aburrimiento ni de otros males imaginarios, habría que asumir que la vida entera vale la pena si se lleva con la seriedad con la que los niños emprenden un juego cualquiera. Recuperar esa concentración que alguna vez sentimos al jugar con veinte muñequitos de plástico sería lo más valioso que podría pasarnos en una época en la que abundan los problemas.

Cuando su mamá lo interrogó sobre por qué le había pintado de verde y morado una pierna a uno de sus muñecos Fisher Price, Ricardito puso cara de fastidio y le respondió que el paciente tenía gangrena y que él, que era el cirujano, debía intervenir inmediatamente.


La mamá no dijo nada y creyó que a los pocos días encontraría al muñeco sin una pierna, pero, para su sorpresa, a la semana lo consiguió acostado en una pequeña cama de plástico, con la pierna envuelta en papel y tirro. El médico se la había salvado.

Lo hemos dicho otras veces: jugar es crearse una realidad paralela en la que cada quien puede ser lo que quiera. El juego es un espacio dispuesto para que la imaginación se desborde y podamos ver la vida desde perspectivas que son distintas a las perspectivas a las que nos somete nuestra vida cotidiana.

Por eso es tan importante extender nuestra disposición hacia el juego más allá de la niñez (tahúres del universo mundo, esto no es con ustedes).

El tío de José Luis hizo una travesura: fue a Farma-Farmacia, compró veinticuatro recipientes para guardar muestras de heces y los introdujo en la piñata de su sobrino.


Fue una belleza ver a padres e hijos conversando sobre semejantes artefactos.

Los juguetes son los instrumentos que posibilitan la ampliación de nosotros mismos que se produce cuando fantaseamos. Imaginar es un acto muy complejo que responde a innumerables estímulos. De ahí se infiere la importancia de los juguetes: son estímulos controlados que activan habilidades que ignorábamos poseer.

Como dice Sheldon Cooper: «¡Bazzzzinga!».

Nuestros movimientos, nuestras percepciones, y nuestra imaginación cambian cuando jugamos. Por eso, y porque la alegría siempre vale la pena, hay que llevar la actitud del juego a flor de piel. Al final de lo que se trata es de convertir la vida en una aventura, en un invento que nos permita ver más allá de las apariencias y reducir el efecto Excel.

No lo olviden: los juguetes son maravillas de las que nunca nos deberíamos alejar.

Dicen por ahí

Maria Dolores Torres


Es de muchos sabido que los hermanos Chang eran originalmente Chang y Eng Búnker (apellido asignado por inmigración en los Estados Unidos), famosos gemelos acoplados y nacidos el 11 de Mayo de 1811 en al antiguo reino de Siam. De padre chino y madre china-malaya, fueron conocidos en el mundo como los gemelos chinos.

En 1824, el capitán Abel Coffin compró los derechos para exhibir a los “siameses” en circos, presentándolos como monstruos de la naturaleza. Esta trágica compra sería, según la opinión del psicoanalista argentino Gunter Woroski, quien los ha estudiado a fondo a través de los años, el punto que marcaría el comienzo del eterno deseo de venganza de los hermanos hacia la humanidad.

En 1832, después de haber hecho giras por Estados Unidos y Europa (en Francia no los dejaron entrar –segundo golpe a los hermanos y origen de su odio particularmente desmesurado hacia los franceses), rompieron su contrato con Coffin (y también rompieron su cráneo) y comenzaron a trabajar con el célebre empresario de circos, P.T. Barnum, con quien se presentaron hasta 1839, momento en el que decidieron dejar esta lucrativa pero humillante profesión para dedicarse a la agricultura en Carolina del Norte.

Una vez dedicados a la vida de campo, los hermanos Chang y Eng conocieron a las hermanas Adelaide y Sarah Ann Yates. Con ellas se casaron en una ceremonia doble en 1843. Durante los años de matrimonio Eng tuvo seis hijos y cinco hijas y Chang siete hijas y tres hijos.

En Enero del 1874 Chang, quien se había vuelto adicto al alcohol, murió a los sesentaitrés años de edad por un derrame cerebral. Eng falleció minutos después, se dice que de miedo, al sentir en carne propia la muerte de su hermano.

De manera extraoficial se supo que en ese momento, un famoso científico europeo compró los cadáveres de los siameses y los trasladó a su laboratorio de Transilvania, en Rumania. Nadie sabe a ciencia cierta qué hizo el científico tras las puertas amuralladas de su casa, pero el hecho es que los habitantes del lugar vieron salir una noche a dos chinos vestidos de negro que abandonaron el lugar tomados de la mano. Una semana después, la policía encontró, dentro de la casa del científico, varias bolsas de granos conteniendo múltiples trozos de un cuerpo humano. Entre ellas, la cabeza del renombrado doctor.

Fuentes extraoficiales dijeron que los chinos regresaron a Estados Unidos a buscar a sus mujeres e hijos y, tras haberse mandado a hacer unos retratos por Basil Hallward, el mismo artista que pintó a Dorian Gray, y unos pasaportes falsos en los que se adjudicaron el apellido Chang, cargaron sus pertenencias (retratos incluidos) y se mudaron a Venezuela, específicamente al pueblo de Turmero, donde se supone que viven desde aquellos tiempos. En el cementerio de dicha localidad, se encuentran enterradas las hermanas Yates y los 21 hijos que tuvieron entre los cuatro.

Cerca del campo santo, los dos viejos chinos atienden un negocio de flores de papel para los que no pueden darse el lujo de comprarlas naturales para sus muertos. La policía local les tiene el ojo puesto porque sospechan que este negocio es simplemente una fachada tras las que se cometen actos delictivos indescriptibles. Pero nunca han podido encontrar pruebas definitivas que incriminen a los hermanos chinos. Se dice que aprendieron mucho en su época de actores de circo. Sobre todo malabarismo.

Lumpias Chang

Lenin Pérez Pérez


Lumpia #1
En horas de la madrugada del 31 de diciembre de 1977, acude al Centro Médico San Bernardino el matrimonio de origen asiático conformado por Lu Yin Xiang y su esposo Jin Chang Yimbo. Este último hace un importante adelanto en efectivo y la señora Xian de Chang da a luz, ese mismo día, a los gemelos univitelinos que dos días más tarde registraron como Zhang y Zhao Chang Xiang. A la medianoche, justo antes del cañonazo, el señor Chang canceló el resto de la factura y ordenó incluyeran a su cuenta el televisor que su esposa tenía en la habitación, pues, según él, nunca antes vio uno con imágenes tan nítidas.


Lumpia #2
La mañana del 5 de enero de 1978, la Jefe Civil de la Parroquia la Candelaria recibe en su despacho un ramo de flores plásticas. Dicho arreglo, lleva inserto en su follaje unas ramas de ruda naturales, que hay que decir, todo el que las ve necesita tocarlas para constatar eso mismo, que son naturales. Una elegante tarjeta cuya textura recuerda el hilo y que vino adosadas a un clavel, lleva escrito -con lo que más tarde fue reconocida como tinta china de la peor calidad- la siguiente dedicatoria: A MIREYA, LA EMPERATRIZ DEL PAPEL SELLADO, EN NOMBRE DE LA FAMILIA CHANG. GRACIAS POR LO FAVORES RECIBIDOS.


Lumpia # 3
En marzo de 1986, una llamada al filo de la media noche rescata del sueño profundo a Jin Chang Yimbo, quien por tercera vez en la semana soñaba con su película favorita: Ladrón de bicicletas. La que llama es Milagros, la conserje. Lu Yin y los niños también se despertaron. Milagros, habla con un tono nasal que no es atribuible al teléfono, y le dice que en PB lo espera un señor que dice venir de parte del Centro Médico San Bernardino. Jin le dice que lo deje pasar y a su piso llega un hombre enjuto, de cabellos blancos y dientes de un brillo envidiable, ofreciéndole un televisor de veinte pulgadas con mando a distancia. Zhang y Zhao lo estrenan esa madrugada en su cuarto. Sólo que entonces no existía Cartoon Network y se duermen de inmediato.


Lumpia #4 y última
El 31 de octubre de 2009, en plena celebración de Halloween, de un susto producido por un vecinito del piso de arriba, muere la Dra. Mireya Sánchez Riquelme, viuda de Pérez. A su funeral, llevado a cabo en el Cementerio de La Guairita, acuden numerosos miembros del partido y le brindan un homenaje que incluye guardias al pie de la capilla ardiente. Ese día estrenaban el wi-fi en las instalaciones funerarias y de allí que todos pudieran pasar por correo electrónico la foto de la corona que hizo llegar la familia Chang: Un cisne armado con claveles plásticos, sobre una cama de rudas, que todos los presentes, sin necesidad acercarse, daban por naturales. La tarjeta adjunta a uno de los claveles rezaba lo siguiente: A MIREYA, LA EX EMPERATRIZ DEL PAPEL SELLADO, QUIEN YA NO VA A NECESITAR DE MAS COMISIONES POR REGISTRAR NIÑOS CHINOS, Y CONFORMARSE CON EL SUELDO QUE LE ASIGNE EL DIABLO. CON APRECIO, LA FAMILIA CHANG XIANG.

Dicen que los Chang nacieron pegados

Carlos Zerpa

Yo en realidad no los conozco en persona, si no de muy lejos, pero eso dicen… Que los hermanos Chang nacieron pegados por la espalda.

Cuentan que nunca fueron amamantados al unísono, si no que mientras uno era alimentado por su su madre, el otro esperaba su turno para comer con los ojos rasgados muy abiertos y muy atentos.

Que los Chang eran siameses eso dicen, que eran como dos gotas de agua, que caminaban de lado como los cangrejos y que hasta que cumplieron los diez años de edad vivieron así pegados espalda con espalda por sus omoplatos.

El regalo de cumpleaños que les dio su padre fue una operación rudimentaria y de mucho riesgo para ese entonces, realizada por el doctor Lee Así fueron separados sus cuerpos. Era raro verlos después, no como una araña, sino como dos cuerpos de niños acostados en camas diferentes.


Fueron separados de huesos y carne pero prosiguieron sus vidas como un solo individuo; inseparables, cuidándose las espaldas. Porque durante diez años aprendieron a mirar uno para un lado y otro para el otro, a tener dos ojos extras en sus nucas manteniendo un verdadero doble frente.

Las cicatrices verticales, paralelas a un lado y otro de sus espaldas dan fe de ello, de que una vez estuvieron unidos sus cuerpos… Por eso nunca se muestran sin camisas delante de nadie, para mantener su secreto.

Los pocos que los han visto de torso desnudo no vivieron mucho tiempo para contarlo. El mismo doctor Lee apareció muerto en circunstancias extrañas con el cuello abierto en dos y desangrado en su consultorio de Chinatown.

Las mujeres que han mantenido relaciones íntimas con estos hermanos, narran que han visto sus cicatrices, y cómo a ellos les encanta y les excita que les pasen la lengua por sus abultados queloides de color morado.

Aseguran ellas que los Chang son ángeles caídos a los cuales les cortaron las alas. Las cicatrices a un lado y otro (¿a un lado y otro?) en sus espaldas son la prueba tácita de que sus emplumadas alas fueron cercenadas de raíz.

Cuando alguna mujer les pregunta a los hermanos Chang si eso que cuentan es cierto, ellos permanecen en silencio y se limitan a sonreír.

Ventriloquia para Todos

Daniel Fernández



I
Al principio, la única excusa plausible para que un muñeco llegara a mis manos era la remota idea que tenía de convertirme en ventrílocuo, como un hobby o algo así, alguien que pudiera hablar por mí y que no tuviera razones para no decir todo lo que quisiera, mal que mal, era un muñeco de madera…

Cuando llegué a la tienda venía siguiendo a una chica hace un par de cuadras, una chica con un vestido rojo que entró a este emporio. Aquí en ese tiempo vendían un cuantohay de cosas y se podía encontrar gente de todas las latitudes, de hecho, justo en el momento que entré había un Samoano ofreciendo a Fedosy una partida de teteras eléctricas muy baratas.

-Mira, bróder, te las vas a tener que llevar porque acá no puedo comprarte nada si no lo aprueban los Chang –encaró Fedosy al Samoano de casi dos metros.
-Los chinos, hay que preguntarle todo a los chinos, esos no tienen alma ni cabeza pero llevan sus cosas a todas partes, y ellos siguiéndolas detrás –alegó el Samoano en un spanglish vagamente descifrable.

Se miraron un rato mutuamente mientras el extranjero salía de la tienda de espaldas por la puerta. Yo me tuve que hacer a un lado y dejar que los hombros del gigante Maorí rozaran el dintel de la puerta e hiciera vibrar la campana a su gusto. La chica rojo-burdeo se encontraba anonadada también con la escena y no reparó en el hombre que hace tres cuadras que seguía sus piernas. Vio a través de la vitrina como el gigante daba vuelta en la esquina y siguió eligiendo el bolso que finalmente se llevaría esa tarde. Yo caminé por la tienda como si no fuera a comprar nada, y por un buen rato me dedique a seguir a la mujer sin mirarla siquiera para que no sospechara, hasta que Fedosy se me aparece detrás con una navaja entre manos, incrustándomela entre las costillas para que la sintiera.

-Mira, dile a tu amiguito que se vaya o no te suelto hasta que lleguen los polis y te den de coñazos hasta que te sangre lo que no te ha sangrado en la vida. -hizo una pausa., luego me gritó contenido bien cerca del oído “muévete coño de tu madre” para que yo entendiera pero sin que nadie más se diera cuenta.

La verdad se nos sale sola cuando nos la piden así, no hay mejor Biblia que la de un fierro apuntándote entre los ojos o las hojas de acero o cualquier material entre las costillas, y le dije lo más rápido que pude que estaba ahí porque me habían gustado las piernas de la chica del vestido. Entonces se rió bajito al lado de mi oreja y me dijo que lo esperara un segundo. Caminó dos pasillos más allá en la tienda y el tipo que estaba justo frente a los relojes salió pálido, como si hubiera visto un fantasma, aunque Fedosy era un poco más moreno que los espíritus promedio.

De vuelta se dirigió primero a la chica y le dijo un par de cosas al oído. Ella me miró y mientras Fedosy se iba al otro lado del mostrador, la chica se acercó hacia mí y sin decirme nada me entregó un papelito con su nombre, su dirección y su teléfono. Sentí como mi mandíbula se desencajaba cuando ella me sonrió, y siguió así hasta que ella salió de la tienda.

Ese affair, como lo llamó el empleado de los Chang, no duró mucho, sin embargo, seguí yendo al emporio porque siempre encontraba cosas interesantes que comprar y porque me intrigaba la relación que Fedosy mantenía con los clientes. Siempre que llegaba alguien lo saludaba de una manera afectuosa, como si fuera el vecino con el que creció o viviera en el mismo barrio en el que estaba la tienda.

-¿Cómo está tu gente?
-Todos bien, gracias… Mi hijo, el menor, entró al colegio este año y no se acostumbra. Bueno, ¿sabes? Ciudad nueva, amigos nuevos, casa nueva, para nadie es fácil.
-¿Hace cuánto llegaste? –preguntaba Fedosy.
-Hace un par de semanas. Voy a hacer mi vida acá, me cansé de vivir toda mi vida en el sur. Y tú… ¿Conoces el sur?
-No, nunca he estado por allá, pero me han dicho que es muy bonito, que se come bien, que se quiere bien y que es bastante frío.
-Tu nombre es…
-Fedosy
-Hernán, mucho gusto  –y estira la mano.

Supongo que esa fue la misma manera cómo se acercó a la chica de las piernas y la convenció de que le diera mi número. Quizás sea la misma razón por la que vengo, pero creo que tenía más que ver con la sección de muñecas y sombreros que tenía en la tienda. Ahí pasaba a mirar las novedades. Toda la vida me han parecido raros los sombreros nuevos, son como una variante de los mismo sombreros de la estación anterior, revivals de modas antiguas o simplemente cuestiones estrafalarias que no usaría nadie sino en un desfile de modas, en una fiesta de disfraces o en el lugar menos indicado, solo por llamar la atención, y a pesar de todo, yo me los probaba como si me los fuera a comprar.

Y las muñecas, las miraba porque eran raras, todas de madera o de trapo y sin personalidad, con la mirada vacía, sin pestañas y sin expresión, excepto por las nuevas que llegaban, que no solían ser más de dos y que se llevaban de inmediato.

Yo nunca compré nada de eso. Al final terminaba llevándome las revistas semanales que siempre leía, cosas como Muy Interesante, alguna edición perdida de Cimoc o cualquier cosa que sirviera para leer en el baño, digamos que era mi compra semanal de artículos de aseo.
Cuando por fin decidí comprar algo de la sección de muñecas fue un muñeco de ventrílocuo bastante feo, pero con un aire antiguo, como de colección de abuelo enterrado, hace tiempo que había pensado en que adornaría bien mi casa, porque había perdido ya toda esperanza de hablar desde el vientre. Al acercarme al lugar donde atendía Fedosy se puso en guardia, como si a continuación fuese a sacar una pistola y le fuese a quitar hasta el alma.

-Eso te lo pueden vender los Chang solamente -lo dijo con un gesto seco y se calló.
-¿Entonces para qué lo tienen a la venta en el pasillo y no lo tienen detrás del mostrador?
-Mira, eres un buen cliente y te voy a contar la verdad… algún día, por ahora que te baste con saber que si no tienes plata para llevarte el sombrero de madera que acompaña al muñeco que te llevas, no hay trato.

El precio del sombrero era ridículo y sin embargo no me faltaban más que dos centavos para completarlo.

-Así son los impuestos, qué le vamos a hacer
-Mañana vuelvo por ellos. Me los guardas.
-No pana, ni de vaina. Aquí el primero que tiene los reales se los lleva.
-Pero los Chang…
- Los Chang un carajo, viejo. Hagamos algo. Yo hablo con los Chang cuando vengan, y si te lo guardan allá ellos, si no  –no entendí el gesto-. Ven mañana si quieres y vemos qué pasa.
No recuerdo cómo lo logré pero, a pesar de mi trabajo, estuve en la tienda de los Chang antes que alguien llegara a abrir. Quien levantó la cortina metálica no era Fedosy era, me enteré mucho después, un tal José, otro de los empleados de los Chang que trabajaba poco y nada en la tienda.

-Trabajamos hace años juntos. Los Chang le tienen cariño –dijo Fedosy yendo a la parte de atrás de la tienda-. Pero no trabaja mucho… -agregó casi gritando desde atrás- como sea, también lo estimo –terminó la frase poniendo el muñeco y el sombrero en la mesa-. ¿Trajiste lo que te faltaba?
-En monedas por si te hacen falta.
-Es bueno hacer negocios contigo. Ahora dime ¿Cómo vas a usar el muñeco?
-Lo voy a colgar en mi casa y quizá en Halloween lo dejé en la puerta para asustar a la gente.

Fedosy atrajo para sí el muñeco, lo volvió a guardar tras el mostrador, levantó las cejas, me miró como sin expresión y me devolvió la plata en billetes.

-La condición para vendértelo es que aprendas ventrilocuismo, eso me dijeron los Chang, o que no te lo vendiera.
-Ni hablar.
-Pues no hay muñeco para ti, viejito.
-¿Cuándo puedo hablar con los Chang?
-No sé, nunca avisan cuando vienen. Si quieres puedes esperar.

Esperé un par de horas y luego me tuve que ir a trabajar. Todo el día estuve pensando en el famoso muñeco y no pude terminar la organización de la página web que debía entregar para el día siguiente. Esa noche busqué en la Red cualquier aviso de cursos de ventrilocuismo que se ofreciese en la ciudad, con el único que di fue con el aviso de los Chang.
“Aprenda a sacar conejos de la boca de un muñeco.
Cursos de ventrílocuos para todas las edades.”

Tres días más buscando algún otro curso en la ciudad: busqué en las páginas amarillas, en las tiendas de magia, hasta me acerqué a una tienda de una tal Algo Sultana, una gitana que leía la fortuna y hacía las veces de médium (en realidad era un gitano que no leía ni las cuentas que le llegaban, que en lo único que mediaba era en las peleas de parejas que se presentaban en su negocio y que funcionaba perfectamente al momento de proyectar la voz, pero eso no lo supe hasta que me di cuenta que la voz de mi tía Matilde no era tan gutural y que en el más allá, sin cuerpo, no había gases como para eructar cada dos minutos). Finalmente, solo encontré un par de cursos más en ciudades que estaban tan lejos que no me quedaba más que mudarme y cambiar de trabajo por un muñeco y un par de clases de proyección de la voz. Decidí no ir más al emporio de los Chang y dedicarme al origami como pasatiempo.

“El papel doblado nos permite acercarnos un poco más a quienes somos realmente”, decía el libro con los principios básico de construcción y modelación del arte, “nos permite interactuar con nuestro interior a través de la reflexión implícita en la concentración de estos movimientos. Es un viaje interno que nos permite modelar la realidad como si fuera nuestra, siguiendo nuestro propio camino”.

Luego de tres meses había aprendido a hacer computadoras, monedas, botones, camas para muñecas y hasta la reproducción de la cara de Barbie en origami, pero sentía que la casa se llenaba de papel inútil, así que traté de crear dobleces más complejos, que me permitieran hacer aparecer de la nada una figura a partir de otra con un par de dobleces más. La idea salió de una revista que leía en el baño, comprada en el emporio de los Chang, que proponía que una de la figura I se podía pasar a la figura II con el movimiento de dos de sus palitos.

El asunto parecía sencillo, sin embargo, en los tres meses siguientes, no logré más que transformar un sapo en la cara de un perro y nada más, y eso solo por la semejanza de las formas de ambos.

El reloj sonaba de fondo y yo miraba la mesa en la que estaba el sapo con forma de cara de perro sin llegar a ninguna parte, no podía pensar en nada, no imaginaba nada, no tenía absolutamente nada más que hacer. Las reuniones familiares ya se habían disipado y los amigos tenían que trabajar todos ese fin de semana o estar con sus familias. Ningún panorama a la vista más que un perro-sapo. Así que tomé todas las formas que había hecho, las guardé en una caja de cartón y caminé con esos cinco kilos de papel hasta un lugar donde me pagaban por el reciclaje. No me dieron más que un par de monedas por los cinco kilos, y un poco más por el libro que hablaba del camino de la vida a través del origami. Y volví a la tienda de los Chang por el muñeco.

El muñeco estaba sentado en la vitrina, con ropa de payaso y un sombrero en forma de cono que decía dunce por el frente. Entré y quien atendía era José. Ni siquiera alcancé a saludar cuando me dijo.

-Fedosy no va a poder venir hasta mañana y el muñeco no te lo llevas hasta que hayas aprendido ventrilocuismo.

Mañana, mañana, mañana, pensé. Todo era para mañana.

-Por lo menos inscríbeme para las clases de ventrílocuo que dan los Chang.
-Las clases las doy yo, así que no te preocupes, ven mañana que del precio hablamos después.

Nunca entendí muy bien las clases de ventrilocuismo de José: me obligaba a sentarme en una mesa y me comenzaba a hablar, me comenzaba a dar ejercicios de respiración, de contención de respiración hasta que me mareaba y me desmayaba. Luego la clase continuaba aprendiendo diversos trucos de prestidigitación, por lo menos mis dedos se habían vuelto hábiles con el teclado y no tenía que practicar demasiado para que los trucos resultaran.

-Te falta quitarte la pinta de imbécil que pones en la cara cuando hablas desde el vientre.
-Pero si ni siquiera tengo al muñeco entre mis manos ¿cómo esperas que no se vea mi cara de imbécil?
-Debe ser más natural por lo menos o debes parecer un poco más imbécil. Tienes que dejar que los músculos de la cara se relajen, que sea el muñeco el que hable.

Recordé las palabras del origami y me di cuenta que se iba a llenar nuevamente mi casa de papeles inútiles. Así que me paré y me fui sin decirle nada a José, que se quedó gritándome desde atrás que esta clase se la pagaba de todas maneras, y completa.

Al día siguiente me encontré con Fedosy en la tienda. No me preguntó nada, no me dirigió ni la vista, simplemente dio unos pasos hacía la puerta, puso el letrero que decía “cerrado” y de vuelta, mientras pasaba por mi lado, me tomó del brazo y me llevó hasta el fondo del emporio. Ya frente a la mesa donde solía sentarme y para mis clases de ventrílocuo me habló.

-No hay mucho que contarte, pero es mejor que te sientes.

“Hace tiempo, cuando vivía en el norte, cerca del mar, me estaba muriendo de hambre. En varios días no tuve nada para comer, sólo lo que encontraba en los basureros, y como no estaba acostumbrado a comer basura, trataba de elegir lo que pareciera estar en mejores condiciones. Prefería morir de hambre antes que de cólera o cualquier otra vaina. Hasta que un día no soporté el hambre y entré a una tienda donde vendían muebles y pedí comida. El dueño tenía una gubia en las manos y estaba tallando la figura de un barco a vela y de un trencito, las dos para darle un regalo a los nietos. El viejo tenía la cara desinflada, las mejillas parecían una tumbadora con el cuero un poco suelto y las manos le temblaban un poco también… pero como te dije, le pregunté si tenía algo para echarme en la barriga y me contestó que ahí no había nada, que si quería mordía un poco de corteza de árbol que había seca. Me acuerdo que en ese momento yo miraba el suelo porque no tenía ni fuerzas para levantar la cabeza, y traté de llorar pero lágrimas no tenía tampoco, incluso traté de tragar algo de saliva para quitarme un poco el dolor de la barriga, pero ni eso me quedaba.”

“El viejo me sonrió mostrándome todos los dientes que le faltaban. “Ya no como” me dijo “ahora solo tomo sopa de vez en cuando y me trago todo casi entero. Si quieres vas a comprar algo para hacer una sopa ahora, yo te paso la plata, pero tú me trabajas los reales después”. El viejo se calló.

“Cuando volví, tenía el agua caliente y solo eché a cocer las verduras. Y me senté a trabajar. No sabía usar nada y me dediqué a jugar con las herramientas, tratando de aprender cómo se usaban. Me corté las manos, me di en los dedos con el martillo, rompí casi toda la ropa que me quedaba y no hice nada más que echar a perder una par de pedazos de madera. El viejo me miraba y se reía a carcajadas. En esos días, y para no echar a perder más madera empecé a repetir los movimientos del viejo. Lo peor que podía pasar así era que hiciera lo mismo que el viejo pero más feo. Aparecieron de la madera dos muñecos de ventrílocuo, los dos se los habían encargado los Chang. En esos días yo no los conocía, solo sabía que hacían pedidos de muñecos de todo tipo una vez cada dos semanas, y teníamos trabajo. En los días que no había encargos de los Chang, el viejo me tenía apilando y cortando pedazos de madera de diferentes tamaños.

“Así, hasta que engordé y el viejo se murió. Se nos fue el viejo, me dije, y se nos fue la madera, las herramientas y el trabajo y de nuevo pensé en comer algo de la basura cuando llegaron los Chang a reclamar su pedido. Yo no los había visto y no sabía nada, así que les dije que se fueran porque la tienda estaba cerrada, el viejo se había muerto y ya no había mucho que hacer. Los Chang no dijeron una palabra, pero me dejaron una tarjeta y así llegué acá.

“¿Qué quieren los Chang contigo? No sé, pero tú quieres a aprender a hablar como muñeco, así que (me pasa una tarjeta) anda a la dirección y aprende con el último muñeco que les fabriqué a los Chang. Esos muñecos ya no son lo mío, ahora es mejor que me dedique a vender sombreros.”

Mi boca no se movía, no podía levantarme, pero, suerte la mía, tenía los labios cerrados y no babeaba. Fedosy ya se había ido y yo no sabía por qué me había contado todo eso, no entendía qué hacía sentado ahí. De pronto todo se detuvo. El reloj de la tienda dejó de sonar y los autos le hacían el quite al recuadro de la calle recortado por la ventana. Permanecí ahí todo lo que pude, dejando que el tiempo no pasara.

No entendí nada de lo que me dijo Fedosy, menos por qué me lo dijo, así que lo único que me quedaba por hacer era partir a la dirección que aparecía en la tarjeta.


II
Un año más tarde había dejado mi trabajo y estaba en un escenario tratando de hacer hablar a un muñeco, hasta esos días lo único que había aprendido a hacer con él era mover los ojos y la boca de manera convincente, como si pudiera hablar. Mis manos se insertaban de una manera muy extraña en el muñeco, como a la altura del pecho, por la espalda, y desde ahí tenía que apretar dos botones laterales a una palanca que permitían mover las cejas y los ojos del muñeco, más un botón central que manejaba la apertura de la boca. Esto debe ser porque a Fedosy nadie le había enseñado a construir muñecos.

Había tratado de practicar durante ese tiempo con otros muñecos que había hecho Fedosy y que se encontraban en la misma tienda, pero con ninguno de ellos había logrado mayor avance, al contrario, ni siquiera lograba mover las cejas y ninguno de los sombreros que había comprado para esos muñecos funcionaba. No me quedaba más que trabajar con ese último muñeco de Fedosy.

Ya estaba arriba del escenario de un bar de mala muerte, con un muñeco elegante sentado en mi regazo, y yo a su vez, sentado en la mesa de los Chang. El sombrero del muñeco estaba a mi lado y yo estaba haciendo un esfuerzo por proyectar la voz. Todo el bar estaba en silencio y yo no podía sacar una sola palabra. El reloj se había detenido exactamente en el momento en que había subido al escenario y traté de no tomarlo en cuenta, pero las caras de los presentes estaban inmóviles, quietas, sin expresión. Sin decir nada todavía moví las cejas del muñeco, los ojos, la boca, como las preliminares de un músico antes de iniciar el concierto, pero esta vez no alcanzaba ni para espectáculo de aficionado. Las cosas no iban bien hasta que el sombrero se movió solo y los dos miramos hacía él, el muñeco y yo, el sombrero se volvió a mover y dejé que la gota de sudor que tenía a la altura de la sien corriera hasta el cuello de la camisa. Dije algo, pero no recuerdo bien si lo dije yo o dejé que el muñeco moviera la boca y la proyecté, la cosa es que la gente se rió y comentó algo. Los miré y estaban sonrientes, algo de lo que había hecho les había gustado, pero no estaba muy seguro si lo había hecho yo o alguien más. Todo volvió a ocurrir de la misma manera: se movió dos veces el sombrero, los dos lo miramos, algo dije y la gente no solo sonrió, esta vez se carcajeó. Así que dejé que el sombrero se siguiera moviendo y la gente carcajeándose. No supe lo que dije y no lo quiero saber todavía, quiero pensar que yo fui el que dijo todas esas cosas, que no fue nadie más, solo que no las recuerdo por lo nervioso que estaba.

Cuando bajé del escenario miré dentro del sombrero, lo revisé por todas partes y no encontré nada. Luego seguí con el muñeco, lo desarmé entero y traté de convencerme que no había nada extraño en él, más allá de lo grotesco de su cara.

Ese bar me empezó a presentar como su espectáculo principal y las noches de viernes me presentaba con un número de media hora, el que no había preparado, el que nunca preparé, porque yo creí que siempre había algo que decir, que las palabras no se iban a agotar porque la gente siempre puede hablar de las mismas cosas y nunca se aburre, y así ocurrió. Por un año estuve todos los fines de semana en el mismo bar, sin que la gente me aplaudiera a rabiar, pero riéndose constantemente de todo lo que tenía que decir: hablaba de política, de lo que decía la vecina de la esquina, de Santo Tomás de Aquino y de Aristóteles, a veces daba charlas sobre teorías culturales. Hasta un día hablé de las teorías del bueno de Schrödinger, y la gente se rió. En realidad ni yo mismo entendía muchas veces lo que estaba diciendo, simplemente se me caían las palabras de la boca, dejaba que rebotaran en el escenario y le llegaran hasta la gente.

Esas palabras nunca me parecieron graciosas ni entretenidas, eran palabras, nada más y con el tiempo me había cansado de ellas. Fue por esa misma época más o menos cuando me invitaron un estelar en la tele.

El programa era del estilo del Show de David Letterman, en el que traían invitados de los más extraños y falaces, en el que hacían entrevistas a personas que nadie conocía y que parecían esperpentos sacados de una feria de novedades, pero no eran deformes, no estaban ahí para mostrar nada físico, solo para acompañar la estadía del animador en pantalla, junto a un buen vaso de vino o pisco sour (dependiendo del auspiciador de ese año).

Yo dije que sí, porque me sentía parte de esos esperpentos y porque quería que la gente recogiera las palabras que se me iban a caer en los micrófonos. Por otro lado, no es que el trabajo en el bar me permitiera cubrir los gastos de mi departamento, mi comida, etc. Así que ahí estaba. Con las luces de frente y con toda la gente mirándome. Esta vez el reloj corrió más rápido, lo oí, sentí que el segundero corría con un ritmo más rápido, quizás imperceptible, pero yo lo sentí. Miré al productor mientras daba el vamos y su mano se movió lenta y acompasada junto con el reloj y solo tenía cinco minutos para hacer el Show. Nunca pensé que lo que estaba haciendo ponía en juego mi reputación, ni tampoco pensé que todo lo que había hecho durante ese año se podía venir abajo con esa presentación, pero cuando la cuenta regresiva del productor llegó a uno, antes de darme el vamos y llegar al aire lo pensé y se me nubló la vista. La mano quedó en el aire durante todo ese momento y me ví a mi mismo denostado, cansado, dejando que el mundo avanzara y yo no alcanzara a alcanzarlo. Ví las luces del plató y las luces de las cámaras y sentí como se rozaba la carne con las uñas del animador en una pierna, alcance a ver la imagen de una mujer que me miraba desde su asiento, tocando el grano que tenía sobre el labio superior. Miré las tetas de la modelo que estaba al lado del animador y los ví sonreír a ambos. En el último movimiento del productor vi el reflejo de mi figura y la del muñeco en mi regazo, sobre la mesa de Fedosy, de los Chang y ahora mía, di las buenas noches, dejé que mi sonrisa fluyera y que a través de los parlantes de los televisores todo el mundo escuchara lo que salía de los labios del muñeco. Hubo una avalancha de risas desde el público, un estruendo que llenó el galpón donde estaba el estudio. Tembló un poco y la sonrisa del animador se borró por un microsegundo de sus labios, ya no se vieron sus dientes. Las luces tambalearon un poco y todos volvieron a sonreír.

Fui invitado al sillón –al diván como lo llamaba Fernando Iñiguez, el animador- y se me permitió contar mi historia. Supuse que ni a Fedosy, ni a José, ni a los Chang les gustaría ser mencionados en un lugar tan público, así que inventé una historia lo más creíble que me fuera posible, algo así como que desde niño me gustaban los títeres e imitar personajes y así hasta que un día decidí comprarme un muñeco y trabajar en un bar. Sabemos que de decidir no decidí nada, que mi espectáculo es más falso que el de un mago y que aquí están metido de por medio los Chang.

Esa noche me hice famoso y seguí el recorrido que el espectáculo me dictaba, sin dejar de hacer lo mío, sudar frente a la escena, dejar que todo pasara y bajarme del escenario agradeciéndole al muñeco.

Ya me alcanzaba para comer y me había casado con una chica buena y decente que no entendía cómo es que sin practicar podía lograr lo que lograba en escena. A ella tampoco podía contarle todo lo que había pasado en el emporio Chang.

Así podía haberme quedado toda la vida, viviendo de la fama con mi esposa, pero un día me llega una carta: “Vente a la ciudad de inmediato. Necesitamos conversar contigo. Fedosy ha muerto. Trae la mesa y los muñecos –Firman Los Chang”. Me quedé mirando la carta mucho rato, un rato largo más bien.
Ahí estaba yo, de cuerpo presente en el emporio, con todos los muñecos que había tallado Fedosy, al lado de su ataúd entre una multitud de gente diferente que se acercaba a dar el pésame a José. No conocía absolutamente a nadie, a excepción de la chica del vestido rojo. Me planté al lado de José y lo saludé, le di el pésame y me dijo: “pana, los Chang quieren hablar contigo, están detrás del mostrador, en la salita aquella, tú sabes”.

Crucé la misma puerta que no cruzaba hace ya varios años y conversé de todo lo que tenía que conversar con ellos. Les debía lo que tenía, me dijeron, y a Fedosy. Los muñecos le pertenecían y se los tenía que llevar a la tumba, los sombreros también le pertenecían, pero nunca reclamaba las cosas que no le interesaban, así que se los dejas en el ataúd, con los demás, si quieres muñeco tendrás que tallarte uno tú mismo.

La mesa se quedó en la tienda y tuve que volver a la cuidad para emplearme en el emporio de los Chang mientras aprendía cómo tallar madera y hacer un muñeco de ventrílocuo, sin embargo nunca vendí como vendió Fedosy, más bien José se hizo cargo de su parte y yo me quedé en un puestecito mientras construía el muñeco.

Fue un año fuera de todo lo que había probado –escenario, luces, risas, vida de lujo-; otro año más para aprender como tenía que hablar un muñeco de ventrílocuo, aprendiendo a fabricar sus partes, a moverlas de manera correcta, sobre todo su boca.

Hoy he acabado la cara del muñeco y solo estoy esperando que se seque la pintura para poder terminar de montar las partes que faltan. Esta penitencia en el emporio la he sabido cumplir con dignidad, según ellos; según José no tengo alma de vendedor y no sabe por qué los Chang me eligieron para lo que hice, yo no le contesté, no abrí la boca, dejé que los segundos pasaran y me fui de la tienda hasta el otro día. Me fui temprano, porque esa noche me tenía que presentar en el mismo bar en el que empecé, estaba un poco oxidado así que me costó empezar, esta vez no había sombrero –nunca supe como fabricar uno- ni había mesa.

Los Chang me han pedido que escriba este relato para que quede a disposición de quién lo quiera comprar.